EL DRAGÓN DE
CALABARDINA
A sus nueve años, Juan
aún no conoce cómo son los hilos que sujetan la estructura de este mundo. Vive
en un estado permanente en el que se cruzan las percepciones de la realidad y
el idílico mundo de fantasía que su madre alimenta con la intención de
mantenerle alejado del dolor.
Hoy ha bajado a la
playa con su madre y su abuela. Es un día luminoso de finales de julio y la
cala de Calabardina es un espejo azul donde se miran las gaviotas. Las olas
acercan a la arena el agua templada del Mediterráneo y los bañistas disfrutan
del encanto del paisaje, de las imágenes iridiscentes que se reflejan en el
agua y de los juegos náuticos.
Juan ha coleccionado algunas
algas que ha encontrado en la orilla y con ellas ha confeccionado un pequeño
bosque cuyo verdor sobresale de la arena como un destello de esperanza. Ahora
busca pequeñas piedras que puedan simular a los habitantes de ese bosque:
nomos, hadas, caballeros, animales mitológicos… Mientras los va colocando en su
bosque animado, levanta la mirada y observa cómo su madre sonríe sin quitarle
la vista de encima. Ella le acurruca cada noche y le cuenta historias donde la
bondad y la dulzura acarician su mente igual que paños de seda. Él finge
dormirse para que ella crea que viaja por los sueños pero en realidad está
esperando que salga de su habitación. Luego presta atención y la escucha llorar
en silencio. Es un llanto de amargura, un gemido ahogado en la noche que porta
los estigmas de la desesperación.
Ella no lo sabe, pero
Juan recuerda cada una de las terribles discusiones que tuvo con su padre antes
de que tuvieran que refugiarse en la casa de su abuela. Los gritos y los golpes
retumban aún en su cabeza como mazas hirientes sobre su inocencia, provocándole
momentos de desconcierto y de incomprensión. Mientras buscaba entre la arena ha
encontrado una piedra de color pardo en la que ve las formas de un dragón. E
imagina que ese dragón fuese capaz de alejar toda la maldad del mundo de su
pequeño bosque de algas. La coge con su mano derecha y la levanta del suelo
haciéndola volar por su mundo imaginario. Va soltando bocanadas de fuego con
las que quema la ira de un padre posesivo y maltratador. El dragón vuela en
círculo sobre su bosque y se posa junto a lo que semeja su casa. Juan inclina
la mano y el dragón alza el cuerpo para lanzar una nube de fantasía repleta de
algodón dulce y estrellas de cariño con la que cubre a su madre. Él no quiere
que sufra más, aunque le sigue el juego y nunca le muestra que es conocedor de
su angustia. Confía en el futuro. Un día él será un hombre capaz de hacer
olvidar a su madre todo el dolor que lleva dentro.
Juan deja la piedra con
forma de dragón en su pequeño bosque y vuelve a mirar a su madre que, bajo la
sombrilla, le sigue observando mientras habla con su abuela. «¿Sabrá ella que
existen los dragones buenos?» , se pregunta. Los ojos de Juan se alejan en el
horizonte hasta detrás de las sombrillas, siguen el curso de la mirada por las
casas del pueblo y se detienen sorprendidos en la ladera de la montaña que
delimita la cala. Entonces lo ve. Es enorme. Es un gran mastodonte que duerme
plácidamente con la cabeza apoyada junto al mar. Ve su dorsal izada sobre el
cielo, sus patas y sus garras, el cuerpo con las alas plegadas y la cola
encogida. Es un gran dragón, un dragón fuerte y bueno que un día despertará
para alejar de su madre todo lo que le hace sufrir. Y respira con impaciencia.
Tras ese momento de éxtasis, nota un escalofrío que le recorre la espalda con
la terquedad del miedo. Y piensa que ojalá no sea ya demasiado tarde para su
madre cuando el dragón despierte y la ponga a salvo.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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