MISTERIO EN LA
FORTALEZA DEL SOL
El viejo Ildefonso bajaba por las escaleras de la torre Alfonsina algo dolorido por haber
descansado mal dentro de un saco de dormir que dispuso en el suelo de la
tercera planta, pero aun así, estaba satisfecho por haber cumplido con su
apuesta. El día anterior le habían retado a pasar la noche de Todos los Santos
en el interior de la torre. «Si no eres capaz de pasar la noche de ánimas en el
interior de la torre, cómo vas a seguir contando historias de misterio a los
turistas», le había espetado en su autoestima Juan, uno de los figurantes que
trabajaban en las instalaciones de la Fortaleza del Sol. Él lo tomó como un
reto y se apostó la cena de Navidad a que sí era capaz de hacerlo.
Ya era media mañana del
día dos de noviembre de 2017. Había tenido tiempo de ir a la cafetería de Las
Caballerizas, asearse y tomar un café con leche, antes de volver a la torre,
subir a la tercera planta, mirar el paisaje desde sus cuatro ventanales de estilo mudéjar, vestirse con su atuendo de
alcaide y prepararse para recibir al primer grupo de turistas. A lo largo de
las horas que había pasado completamente solo en la torre, había tenido tiempo
de repasar su vida, o al menos, aquellas páginas de su existir que tenían
importancia en los momentos actuales. Se encontraba profundamente solo y le
preocupaba su futuro inmediato. ¿Qué iba a ser de él cuando se jubilase? ¿Quién
le iba a cuidar? Desde que su mujer falleció, hacía ya más de quince años, sin
dejarle descendencia, su única familia la habían formado sus compañeros de
trabajo.
Hacía tres meses que
había cumplido 64 años. Era delgado, de complexión fuerte, facciones
equilibradas y pelo cano, que llevaba largo y le confería un aspecto
interesante. Mientras bajaba los 114 peldaños que le separaban de la tercera
planta, pensó que, vestido de aquella forma, él podía haber sido uno de los
habitantes de la torre a quien Alfonso X El Sabio había dado nombre, una
fortaleza defensiva construida en el siglo XIII y reedificada en el siglo XV,
con fachada orientada hacia el sur, el lugar del que, sin saberlo, iba
caminando un misterio que iba a salir a su encuentro. La vida le iba a
sorprender, a él, un hombre curtido que cruzaba los años con el alma a las
espaldas, un hombre que desconocía completamente que él mismo, era parte de ese
misterio.
Llegó hasta la puerta
que daba acceso a la primera planta. Sobre él quedaba la bóveda de ladrillo con
pechinas en las esquinas, que desde una altura de ocho metros, cobijaba una
sala en la que se había dispuesto una mesa de madera de estilo medieval, un
sillón de cuero, unas bancadas frente a la mesa, sobre la cual destacaban un
candelabro, un cuaderno de tapas oscuras y gastadas, y unas tablillas que
Ildefonso utilizaba como base en la que apoyar el cuaderno para contar sus
historias. En ese momento ignoraba que aquel era el escenario donde se iba a
producir un giro inesperado a su vida.
A los pocos minutos,
llegó un grupo de veinte turistas que provenía de Cádiz. La mayoría eran
personas mayores, jubilados a los que acompañaban algunos familiares y algunos
viajeros que se habían unido al grupo para realizar una visita guiada por la
Fortaleza del Sol, como se conocía al castillo de Lorca desde su recuperación y
puesta en valor. El grupo venía conducido por Juan, que iba ataviado de capitán
de la guardia de la Fortaleza. Los visitantes habían accedido por la Puerta del
Tiempo y habían hecho un recorrido por la torre del Espolón, las Caballerizas,
la muralla del Espolón, varias aljibes donde habían observado las exposiciones
temáticas, el Huerto, el Punto del Alquimista, el Reloj de Sol, la Senda de los
Granados, el Rincón del Arqueólogo, la sinagoga, los restos de muralla que se
encuentran junto al Parador y otros
lugares de la Fortaleza del Sol.
Ildefonso les hizo una
reverencia y se presentó como el alcaide de la Fortaleza. Después, pidió a los
turistas que se acomodaran en las bancadas y les dijo que les iba a contar una
historia sucedida en el castillo hacía varios siglos. Juan, le estrechó la mano
en signo de derrota y reconocimiento, a lo que Ildefonso correspondió con una
palmada en la espalda y un gesto de satisfacción.
—Quiero gambas rojas de
Garrucha y cochinillo asado. Y un buen vino de reserva.
—Te lo has ganado
—respondió Juan.
Tras tomar asiento,
abrir el cuaderno sobre la mesa, y modular la voz, Ildefonso inició su relato
ante la mirada expectante de los turistas.
—Hace muchos años,
durante una fría noche de invierno, llegó hasta aquí un jinete. Una pesada
niebla cubría la vereda del Cejo y se espesaba aún más en los alrededores de la
Fortaleza. El jinete venía desde el sur, manteniendo un galope permanente.
Había salido desde el interior de otra fortaleza, la Alhambra, en Granada. Su
imagen era parecida a la que imaginó Washington Irving. Era una figura vestida
de negro montada sobre un caballo árabe, también negro como el azabache. El
jinete no tenía la cabeza sobre los hombros, la llevaba cogida con su brazo
izquierdo, mientras, con el derecho, agarraba las riendas de su caballo. Al
llegar a la puerta que da acceso a las caballerizas, tiró de las riendas y el
caballo alzó sus patas delanteras, relinchó con energía, volvió a posar sus
cascos sobre la tierra y se detuvo. El jinete se colocó la cabeza sobre los
hombros, bajó del caballo y se dirigió hacia la torre por la senda que
serpenteaba entre los pinos hasta donde ahora se encuentran ustedes.
Ildefonso hizo una
pausa para asegurarse de que todos estaban atentos a su historia. Después,
prosiguió.
—Aunque a algunos les
sorprenda, esta historia se ha transmitido de boca en boca a lo largo de la
noche de los tiempos, pónganse cómodos y relájense. Prepárense para soñar y
asombrarse, pero no se despisten porque cualquier cosa puede suceder en
cualquier momento. En este manuscrito, que encontré en un lugar del que ahora
no puedo hablar, que me fue entregado por alguien que quería abandonar los
límites del infierno para poder encontrar la sabiduría que se esconde en el
universo, se cuenta la historia de la “madre del diablo”, la mujer que había
parido al jinete que una noche llegó hasta esta fortaleza para vengarse de los
que acabaron con su madre.
Entre los asistentes se
comenzaron a ver los primeros gestos de intriga. Ildefonso sonrió al ver sus
caras.
—Cuando el jinete
atravesó la puerta de la torre, se dirigió hasta la segunda planta, el lugar
donde dormía Jimeno de Alcanara, alcaide por aquel entonces. Hacía casi treinta
años que, en 1244, la fortaleza de Lorca, había pasado a poder de los
cristianos, y los hechos que provocaban la presencia del jinete junto a Jimeno,
habían ocurrido pocos años después. Por aquel entonces, muchos de las
habitantes mudéjares se quedaron bajo la protección cristiana a cambio de
impuestos, y de aceptar las costumbres de los vencedores. Yamila y su hijo
Abdul, eran unos de ellos. Cuando Abdul tenía seis años, comenzaron a extenderse
entre las gentes comentarios temerosos sobre las fechorías que se atribuían al
niño. Se decía que provocaba el mal a quien mirase, que sacaba los ojos a los
gatos, que las ratas huían de él… Yamila era una joven muy hermosa que había
enviudado poco antes de nacer Abdul. Su marido había muerto en unas refriegas
fronterizas con soldados cristianos y se ganaba la vida comerciando con lo que
lograba recolectar en los montes cercanos al castillo. Jimeno, que entonces era
un joven apuesto, pretendió los favores de Yamila, incluso intentó forzarla en
más de una ocasión. La joven lo rechazó con toda su alma, porque en su interior
culpaba a todos los cristianos por la muerte de su amado. A Jimeno le disgustó
mucho la actitud de la joven, en su interior creció el resentimiento, primero,
y el odio, después.
»Las andanzas de Abdul
fueron en aumento y las gentes comenzaron a hablar de Yamila como “la madre del
diablo”. Jimeno se hizo eco de los comentarios y aprovechó la ocasión para
hacer correr toda clase de infundios sobre Yamila. Pronto se hizo notoria la
acusación de que la joven era una bruja, que tenía tratos con el demonio y que
prueba de ello, eran las actitudes de su hijo. Yamila fue apresada y
enjuiciada, y aunque juró que todas las acusaciones eran falsas, el tribunal no
tuvo clemencia y fue condenada. Se levantó un cadalso cerca de la torre del
Espolón y fue quemada. Nadie se atrevió a hacer lo mismo con su hijo y el
tribunal optó por mandarle a Granada con unos mercaderes para que allí fuese
vendido como esclavo.
»Abdul fue creciendo y
pasando de amo en amo, pues cuando comprobaban sus demoníacas influencias, se
libraban de él inmediatamente. Con los años, el carácter agresivo y sin
escrúpulos de Abdul, le convirtió en un despiadado enemigo de la bondad. Escapó
de su último amo tras persuadirle de que si no le dejaba libre, su cuerpo se
convertiría en un manantial de gusanos que le devorarían en vida. Tras
liberarse de la esclavitud, se dedicó a robar, chantajear, infundir terror y
crear toda clase de males. Sus fechorías llegaron hasta uno de los hombres
fuertes de la corte granadina, quien decidió librarse de su coacción. Primero le
hizo creer que le enviaba el pago que le exigía por no hacerle caer en la
enfermedad, y luego, mandó a unos soldados con la orden de asesinarle. Hasta el
lugar convenido, llegó un hombre con un carro en el que se llevaba el cofre de
oro que Abdul había pedido. Cuando Abdul se aproximó montado en su caballo, los
soldados, ocultos tras los árboles, lo acribillaron con flechas. Ya en el
suelo, un soldado le cortó la cabeza con su espada y la lanzó a un pozo. Poco
después de aquellos hechos fue cuando el jinete apareció en Lurca, como se llamaba entonces a esta
ciudad, dejó sin sentido a los guardias de la torre y entró en la habitación
donde dormía Jimeno.
»Abdul miró fijamente a
Jimeno. Se acercó hasta su cama mientras escuchaba sus ronquidos. Sacó su
cimitarra, y con la punta, cortó un mechón de cabello del alcaide. Al
despertar, Jimeno contempló horrorizado la imagen de aquel espectro surgido de
entre las tinieblas. No tuvo tiempo de reaccionar y llamar a la guardia.
—Despídete del mundo,
cristiano. Vas a cruzar los umbrales del infierno por la injusticia que
cometiste con mi madre —dijo Abdul.
Acto seguido, asestó un
golpe fatal sobre el cuello de Jimeno y le cortó la cabeza. En ese preciso
momento, la imagen de Abdul se vaporizó. Jimeno fue enterrado conforme a las
costumbres cristianas. Sin embargo, pocos días después de su muerte, algunos
habitantes del castillo, aseguraron ver la figura sin cabeza de un jinete que
llevaba las ropas de Jimeno, paseando por la noche a lomos de un caballo negro.
Desde entonces se dice que nadie que pase una noche en la torre Alfonsina, está
libre de encontrase con el espectro que habita los límites del infierno.
Ildefonso se levantó de
su sillón e hizo una reverencia en señal de que la historia había terminado.
Los turistas le aplaudieron con fuerza. Pero entre ellos había una persona que
había seguido, con mucho más interés que los demás, las palabras de Ildefonso.
Virginia, una mujer de pelo castaño y de mediana estatura, que rondaba los
cuarenta años, esperó a que el grupo que guiaba Juan iniciase la subida a la
segunda y tercera planta de la torre, para acercarse a Ildefonso.
—¡Cómo es la vida! A
veces, la mezquindad humana, el miedo, la injusticia o quién sabe qué,
condicionan la vida de unos y de otros —dijo Virginia.
Ildefonso levantó la
vista sin comprender a qué se refería aquella mujer. Pensado que hablaba del relato
que acaba de contar, le dijo:
—¡Ah, los misterios!...
Si la vida es un misterio, la muerte es una certeza que da paso a un misterio
aún mayor.
—Quizá… Me llamo
Virginia… ¿Podemos hablar durante unos minutos?
—No hay inconveniente.
El grupo ha de visitar la torre y el próximo grupo tardará en llegar más de
media hora. ¿Qué se le ofrece?
—La oportunidad de
empezar a conocerte, puedo tutearte, ¿no?
Ildefonso se quedó
totalmente sorprendido. Virginia, continuó.
—Aunque tal vez
tengamos mucho tiempo por delante, porque tú te llamas Ildefonso Gutiérrez
Pérez de Meca, ¿no?
—Sí, así es. ¿Y quién
eres tú?
—Es una larga historia.
Una historia que dura más de cuarenta años y que para mí comenzó hace tan solo
unos meses.
Virginia sacó una foto
de su bolso y se la mostró a Ildefonso.
—Recuerdas a esta
mujer. Aquí tendría unos veinte años, más o menos los que tenía cuando tú la
conociste.
Ildefonso tomó la foto
con sus manos y su mente pareció reconocerla vagamente.
—Era muy guapa…
¿verdad? Fue durante un verano que pasaste en Cádiz hace cuarenta y un años.
Hace unos meses, poco antes de morir, me confesó su gran secreto. Me dijo el
nombre y la localidad donde debía buscar. Y aquí estoy, dispuesta a escuchar, y
a intentar comprender, por qué la abandonaste a su suerte.
—No comprendo. Esto es
de locos. Creo reconocer a esta mujer, pero…
—Esta mujer, como la
llamas, es mi madre. Vanesa, ¿te dice algo ese nombre? Y poco antes de expirar,
me dijo… que tú eres mi verdadero padre y no el hombre con quien se casó.
Las lágrimas afloraron
de los ojos de Virginia con la súbita emoción que le produjo recordar el
momento en que supo aquella desconcertante noticia.
—No entiendo nada.
Ella… Ella nunca me dijo que estuviese embarazada.
Virginia pudo leer en
los ojos de su padre que estaba diciendo la verdad.
—Aquello no fue más que
un amor de verano. No es posible lo que estoy viviendo —continuó diciendo
Ildefonso.
—Si no lo crees, tendremos
tiempo de comprobarlo. ¿Puedo darte un abrazo?
Ildefonso y Virginia se
fundieron en un extraño abrazo, tímido y entrecortado, primero, cálido y
profundo, después.
Desde las escaleras de
la torre, se comenzaron a escuchar los sonidos de los zapatos de los turistas,
el murmullo de sus conversaciones y el sonido que producía el aire por las
saeteras de la torre. El escenario que tantas veces había cobijado a seres
atrapados en sus propias vidas, y quizá también, a otros, que presos de sus
tragedias aún rondan sus muros por las noches, era ahora el escenario donde dos
personas unidas por la sangre, que hasta ese momento desconocían que existiesen,
cambiaban sus vidas. Por la puerta de la torre penetraba el tibio resplandor
del sol de noviembre, un sol que imponía su luz sobre el velo que cubre lo
inexplicable y que, cuando se oculta, difumina lo tangible para que afloren los
misterios más insospechados.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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