LAS UVAS DEL
PROGRAMADOR
Se ha sentado en el
sofá buscando unos minutos de tranquilidad para poder realizar su cometido del
día. Ha cogido de su despacho lo que necesitaba: el cuaderno donde anota los
programas anuales, un bolígrafo y una calculadora. Mira hacia los amplios
ventanales del salón con ojos viajeros, como si recorriera la distancia que le
separa del pasado en un segundo. Se escucha el viento silbar con vigor tras los
cristales. La imagen de los árboles moviéndose igual que desnudos peines del
viento, le llama la atención, pero no le inquieta. Dentro de su casa, el clima
es agradable gracias a la climatización controlada por un moderno sistema de
domótica, pero fuera parece que la tarde es muy fría, un tanto desapacible,
como es propio del invierno en Silycon Valey. El tiempo está revuelto,
considera para sí el ejecutivo, amenaza tormenta. A lo lejos, en el horizonte
de la sierra cercana, por detrás de los edificios que siembran el valle de
arañas metálicas, se ve una oscura masa gris que no anuncia nada bueno.
Silvestre suele dedicar
unas horas del día 31 de diciembre de cada año a hacer balance del tiempo
transcurrido, a valorar el nivel de logro de los objetivos planteados el año
anterior, a establecer el punto exacto de sus finanzas, a comparar su situación
económica con la que tenía al final del año pasado, y sobre todo, a redactar el
programa con el que guiará sus pasos, y los de los suyos, durante el año
siguiente. También va a plantearse los propósitos, prioridades, objetivos y el
presupuesto con el que afrontará el día a día durante los próximos meses. Le
gusta prever lo fundamental y tener el camino trazado para las cosas
esenciales. De ese modo puede dejar su mente volar con más libertad, teniendo
claro que sus pies están en la tierra y que la realidad está sujeta con los
instrumentos básicos para ser fiel a su concepto de vida. Esta costumbre le
viene desde joven, en España, cuando estudiaba en la universidad de Sevilla los
primeros cursos de sistemas informáticos, robótica y programación.
Dentro de la casa, la
tarde parece tranquila, pero no tardará en complicarse con los preparativos de
la cena de Nochevieja para la que esperan invitados. Su mujer ya está en la
cocina. Vanesa es una joven muy atractiva, hija de padres mejicanos. La conoció
en una convención de últimas tendencias creativas, cuando le sirvió de
traductora al japonés. Jamás hubiese imaginado que una mejicana hablaría con
tanta gracia el idioma nipón mientras le guiñaba el ojo para quedar aquella
noche. Desde entonces no sólo hacen sushi. Ni jalapeños. Ni paellas… Los niños están jugando en sus cuartos. Tiene
dos pequeños torbellinos que hablan a partes iguales español e inglés.
Hay una extraña quietud
en el ambiente. Silvestre ha considerado que es el momento adecuado para
aislarse unos minutos y proceder a su ceremonial de cada año. Será la calma que
precede a la tormenta. Ni siquiera la desbordante imaginación de que hace gala
en los diseños y programas de juegos de videoconsola, con los que se gana la
vida, le puede advertir de lo que ocurrirá esta noche.
Está relajado. Durante
el instante plácido que ahora le regala la fugacidad de la vida, distrae los
ojos posándolos sobre la esfera dorada de su reloj. Observa que el segundero
sigue girando con un destino riguroso: el punto exacto de la hora. Cincuenta y siete,
cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Son las seis de la tarde. El tiempo se escapa
entre los márgenes que delimitan la medida del instante que ya ha concluido.
Silvestre ha de aprovechar cada segundo, no tendrá una segunda oportunidad para
vivirlo. Se propone apresar una mínima porción de la esencia que acompaña las
últimas horas del año y lo va a hacer en el recinto abierto que conforman las
palabras.
Su mente comienza a
repasar los objetivos que se propuso para el año que termina. Respira con
cierta satisfacción y enciende un cigarrillo. Los ha cumplido casi todos, en
mayor o menor medida. Aunque hay uno que no ha conseguido, uno que posee la
propiedad maquiavélica de esgrimir siempre la excusa perfecta para no ser
cumplido. No ha podido dejar de fumar. Éste tendrá que ser uno de los objetivos
para el próximo ejercicio. Reflexiona durante varios minutos y va anotando en
su cuaderno, con estricto orden de prioridades, el resto de los objetivos
básicos en cada uno de los apartados: familia, trabajo, economía, personales.
Dentro de este último
apartado, en el que coloca aquellas cuestiones que sólo dependen de él, o que a
él sólo afectan, se propone ir escribiendo un diario con sus sensaciones ante
la vida, sus inquietudes, sus recuerdos, y todas aquellas cosas que merezcan la
pena ser resaltadas. Lo considera un instrumento que le puede ayudar a
reflexionar y que, a la vez, le puede alejar un poco de la frialdad matemática
de su trabajo. Pretende que la escritura del diario se convierta en un hábito
permanente para el resto de sus días. Intuye que le resultará gratificante. Ha
de tomárselo con calma y con constancia. Tal vez le sirva para transmitir a sus
hijos lo que piensa de la vida en general y de sus experiencias en particular.
Se platea aprovechar este momento para iniciar el diario con lo primero que se
le ocurra. Lo hará en el mismo cuaderno donde escribe sus programas, año a año.
Esta noche, en el intervalo
de tomar las uvas, repasará interiormente sus deseos y pedirá a las hadas del
misterio suerte para poder cumplirlos. Imagina cómo será el momento preciso en
que, acompañado de su familia y de los invitados a la cena de Nochevieja, tomará
las doce uvas, esa tradición que sirve para endulzar el tiempo decisivo en que
se cambia el calendario, se dicen adiós a las penas del año que termina, y se
reciben con alegría las esperanzas para el nuevo periodo de vida. Silvestre
vuelve a mirar el reloj y ve que se va aproximando a las siete de la tarde. Las
manijas del reloj se mueven con la ansiedad de un vampiro sediento por beber la
sangre del tiempo. Pronto el año nuevo será una realidad llena de ilusiones y
del viejo sólo quedarán algunos recuerdos que se irán borrando o cambiando de
imagen mientras se convierten en arrugas del alma.
En el interior de la
cocina, Vanesa se está esforzando con el menú de la cena. Quiere agradar a los
invitados. Los preparativos son laboriosos y comienza a estar nerviosa por la
duda de que pueda estar todo listo en su momento. Cocina exquisitos manjares.
Este año toca cocina española para Nochevieja. Pondrá varios entrantes al
centro de la mesa. Merluza a la vasca de primero. Cordero asado de segundo.
Compota de frutos secos de postre. También tiene que preparar la mesa del
comedor, colocar los cubiertos, disponer una decoración sugerente. Se mueve
como un torbellino de energía. Entra y sale del salón, donde reclinado en el
sofá y con un cojín amarillo por soporte del cuaderno, Silvestre escribe
imbuido en su mundo.
Los niños salen de sus
habitaciones y se plantan en el salón con varios juegos electrónicos en las
manos. Los sonidos machacones de un comecocos y de una máquina de matar
marcianos llenan el espacio. El tiempo parece detenerse cuando uno de los niños
enciende el televisor y conecta la PlayStation. Silvestre siente que la entrada
en escena de esos juegos es la antesala de la condena a muerte de su momento
creativo. No puede oponerse. El negocio es el negocio, los niños no deben
contar a sus amigos que su padre les prohíbe los juegos que él mismo
promociona. Nota una leve sensación de derrota en las venas. Siente la sinfonía
del mercado acariciándole los costados del alma. Y se reconforta pensando que contra
las modas no hay quien pueda.
Silvestre lleva su
mente a otros asuntos. Le da por comparar su infancia con la que están
disfrutando sus hijos. Aquellos años en la vieja España fueron muy diferentes a
los que viven sus hijos en la moderna sociedad USA. Ni mejores ni peores. No
los juzga. En aquellos tiempos la imaginación y el riesgo vestían las luces de
la infancia y demostraban ser los aliados más sólidos contra el tedio. Entonces
había que pensar, inventar pasatiempos para divertirse, y construir los
juguetes con elementos rudimentarios. Era preciso dejar que las ideas volasen
entre los vértices más sensibles de las neuronas y luego atreverse a dar el
paso decisivo mientras la magia del peligro aflojaba las cordoneras de las
zapatillas.
El riesgo y la
imaginación proponían subir al tejado de una casa en ruinas para buscar entre
los huecos de las tejas nidos de gorrión. O coger las crías y echarlas a volar
para ver cuál de los pequeños era el vencedor. O asaltar un enjambre de avispas
y bombardearlo con bolas de barro, e intentar salir indemne de los aguijonazos
de los enfurecidos insectos. Y otras fechorías por el estilo. Todos esos actos
eran, sin duda, actividades que producían sensaciones mucho más excitantes que
las que se puedan producir al oprimir el botón de una consola, al utilizar breakout, al sumergirse en esos juegos
en que aparece una tabla y una pelota con la que se pretenden destruir bloques
de ladrillos.
Silvestre recuerda
cómo, en los meses de lluvias, sentado junto a las charcas, observaba el vuelo
enigmático de las libélulas y adivinaba el terror que aquellos enigmáticos
helicópteros debían tener a posarse sobre las briznas de hierba que nadaban en
las aguas. Mientras tanto, agazapadas dentro del minúsculo mar fangoso de los
charcos, las ranas, con ojos saltones y asesinos, esperaban pacientemente que
alguno de aquellos insectos decidiese jugar a piratas y filibusteros cerca del
agua. Era entonces cuando lanzaban sus lenguas como látigos pegajosos para
cazar a los pequeños aviadores y saborear su crujiente materia.
Silvestre anota en su
cuaderno: La muerte acecha en cualquier
lugar como una cizalla imprecisa que custodian los soldados de la sombra. Todos
tenemos miedo a que las fauces de ese monstruo, desconocido y hambriento, hagan
presa de forma imprevista en nuestras ilusiones. Todos tenemos miedo a que nos
llame por nuestro nombre y en nuestro idioma.
Y la muerte habla todos
los idiomas, el de los insectos, el de las ranas, también el de Silvestre,
aunque él se empeñe en no entender su significado hasta que los años vividos no
le hayan preparado para morir, si es que eso es posible. Igual que un griefer, ese tipo de jugador violento
que sólo pretende irritar, humillar y atormentar al resto de jugadores, la
muerte esgrime su posibilidad de sorprenderle en cualquier momento.
Los recuerdos se niegan
a morir entre las tinieblas del olvido, se renuevan con otro tono, recuperan
las vivencias de Silvestre. La materia
del recuerdo tiene la potestad de modificarse con el tiempo. Y así, como un
espacio inasible del pasado, esa dimensión que mantiene en el aire los gritos
del silencio, vuelve a su memoria la algarabía de los amigos de la infancia
mientras jugaban a la pelota. Corrían igual que gatos tras un ratón detrás de
un objeto ovalado. A veces se trataba de un trapo enrollado; otras era una
simple piña de ciprés; y en alguna ocasión muy especial, sobre todo después de
las fiestas navideñas, el perseguido y golpeado sin piedad, era un balón de
reglamento, una maravilla hecha a base de goma recauchutada que convertía a su
dueño, por arte de un embrujo mágico, en el rey del grupo.
A sus amigos y a él se
les pasaban las horas trenzando las dimensiones de la era: su campo de juego.
La era había acogido en su terreno la mies de la sementera y guardaba el trillo
como testigo simbólico del pan de los campos. En otras ocasiones convertían un
bancal con restos de rastrojos en un improvisado campo de fútbol. En los
extremos de la superficie del bancal marcaban las porterías y las líneas de
córner con cañas o piedras. Las líneas laterales eran los caballones. Después,
en su tierra seca y polvorienta, emulaban a los grandes jugadores de la época.
Conocían sus nombres por la radio, y los habían visto alguna vez en la
televisión en blanco y negro del bar de la zona, o del teleclub. Silvestre y su
pandilla jugaban a la pelota igual que los personajes de Joyce al inicio de la
novela Retrato de un artista adolescente.
Aunque en otro espacio y en otro tiempo, con otras formas y matices, allí
también se estaba elaborando el perfil de alguien que deseaba ser distinto a
los otros, construirse desde la realidad en la que vivía.
En aquellos años había
momentos en los que los amigos se convertían en un comando guerrillero que
asaltaba los almendros durante la primavera para apropiarse de sus frutos
frescos y nutritivos. Luego, durante los veranos, ese mismo comando exploraba
los matojos que cercaban los granados a la búsqueda de sus crueles enemigos.
Cuando descubrían el cuartel general de las avispas, se reunían cerca del
objetivo y preparaban el plan de asalto. Debajo de una higuera o junto a la
sombra de un olivo planeaban con detenimiento los pormenores del ataque. Se
pertrechaban de tormos, piedras, bolas de barro, y del arma secreta, que
siempre resultaba infalible en los momentos difíciles: un puñado de matojos
secos a los que prendían fuego para lanzar posteriormente contra la selva
amarilla del avispero. Tras lanzarse como comandos suicidas sobre el objetivo,
algunos salían heridos de la reyerta, cosidos a picotazos por las avispas, que
sorprendidas por las hordas enemigas, respondían al ataque con toda su furia.
Durante aquellos años,
el tiempo se sucedía a sí mismo con una constancia que Silvestre y sus amigos
no eran capaces de observar y mucho menos de medir. A menudo olvidaban dónde
estaban y cuál era su verdadera realidad. Sólo, de tarde en tarde, miraban el
sol mientras se iba escondiendo tras las montañas y sentían una ligera
inquietud o un templado sosiego. Eran sensaciones que no llegaban a tener
connotaciones de miedo a ser castigados por sus padres al llegar tarde a sus
casas. El tiempo no poseía la celeridad que tiene hoy. Tampoco provocaba la
agonía que se siente con su paso.
Silvestre mira el reloj
y ve que ya son las siete y media de la tarde. Los niños siguen jugando con sus
videojuegos ajenos a sus pensamientos. Su mujer no tardará en reclamar su ayuda
para los preparativos de la cena. Tras los ventanales, el viento sigue silbando
con furia. La tormenta está próxima a desencadenar la energía de las nubes
sobre la tierra. Se sumerge de nuevo en los recuerdos.
Rememora cómo en
aquellos años en que la infancia dejaba respirar en sus alveolos el aire de los
campos, él buscaba su espacio de libertad, sus sueños, su autoestima; intentaba
forzar la génesis y el desarrollo de las características de su personalidad,
las razones de un niño que quería convertirse pronto en un hombre con señas de
identidad propias. Cuando caminaba por las veredas imaginaba mundos remotos en
las volutas de polvo que levantaba su calzado. Transformaba la realidad que
vivía en paraísos lejanos, espacios donde duendes, brujas, soldados y reyes,
vivían vidas mágicas, experiencias que siempre estaban al otro lado del camino
que pisaba.
Cuando andaba por las
sendas solitarias de la planicie (senderos que eran las autopistas de los
mulos) iba mirando las formas que encontraba a su paso: almendros, oliveras, frutales;
y todo lo que se encontraba en su limitado horizonte cambiaba de forma, de
dimensión, de espacio, de tiempo. Los árboles se transformaban en gigantes de
humor variable y apetito voraz. El paisaje era una metáfora permanente de la
fantasía. Lo podía describir a su antojo dentro de las oquedades de la mente
infantil que le conducía por las tierras de la inocencia. De ese modo pretendía
encontrar la libertad. Y era aquélla una libertad que poseía el color de la
naturaleza, el olor de los lirios, la sensualidad de las amapolas, los
contornos de los pétalos de las margaritas silvestres, la fragancia veraniega
de los geranios, el brillo azulado y el tacto áspero de los cascotes y los
cantos rodados que cubrían el lecho de las ramblas, o el murmullo de los animales
de crianza cuando se acercaba la hora de ser alimentados. A esa libertad no la
conocía por su nombre, era sólo una sensación que desprendía el aroma del limón
de los sueños, un color demasiado amarillo para lo que después comprendió que
significaba el verdadero concepto de libertad.
A pesar de no valorarlo,
se sentía libre. Disfrutaba de la vida sin más límites que los que le imponía
la imaginación y el tiempo. Se entusiasmaba con la voluptuosidad del ideal de
naturaleza y la percepción de una tierra limpia y en armonía consigo mismo.
Creía que el mundo era equilibrado, justo, armónico. Que sus imágenes eran la
realidad. Poseía unos dones especiales y tal vez sólo literarios: bondad de
corazón, solidez de juicio y sinceridad, al igual que Cándido, el personaje de
uno de los cuentos de Voltaire.
Algo parecido le ocurría
a sus compañeros de correrías. Imitaban lo que veían en los cines los domingos.
O en televisión, cuando era posible verla. Las películas de vaqueros y de
indios estaban de moda. Con ramas secas que procedían de la tala de los
árboles, simulaban pistolas y rifles que disparaban con ráfagas onomatopéyicas
de voz, como si se tratase de un chiste de Gila. Y con cañas y cuerdas
fabricaban arcos, flechas y lanzas, para la defensa de unos indios que siempre
perdían la batalla.
Silvestre se pregunta quién
hacía el indio de verdad. Acaso fueran ellos. Ni siquiera suponían que aquellas
imágenes que les bombardeaban los sentidos eran una forma encubierta de
colonialismo. Igual que ahora, algunos pasatiempos fomentaban la violencia, la
enajenación de la imaginación y el mercantilismo. Procura no pensar mucho en
ello, pues a pesar de todo, el mundo de los videojuegos en su mundo, su
trabajo, y la fuente de recursos para el sustento de los suyos. Visto desde la
óptica de hoy, aquellas películas suponían un atentado contra la libertad del
pensamiento y de la imaginación. Los malos eran siempre malos, los buenos
siempre buenos. A Silvestre le queda el consuelo de que quizá aquellas
secuencias bélicas eran un revulsivo para quienes piensan que no hay ningún
hecho absolutamente inocente, ni libre de segundas intenciones.
En el preciso momento
en que Silvestre comienza a adentrarse por les vericuetos de la filosofía,
Vanesa, un tanto airada, le increpa sobre la oportunidad de su retiro creativo.
Las palabras y los gestos de su mujer rompen su concentración. Después, con un
tono un poco más conciliador, le pide ayuda para terminar la cena y presentar
los entremeses en la mesa del comedor. Silvestre le contesta serenamente y le
pide que espere sólo unos minutos. Se mueve en el sillón y mira la hora. Son
casi las ocho de la noche. Intenta ordenar los pensamientos para ir terminando
el relato que está escribiendo como inicio del diario. Se da cuenta de que ha
dejado a medias su programa para al año próximo y que, seguramente, tendrá que
utilizar algo de tiempo del primer día de enero para ultimar todos los aspectos
de su amplia programación.
Vuelve a su diario. Lo
hace con mayor diligencia y rapidez. Concreta en su cuaderno otros aspectos
relacionados con la infancia que se le habían escapado en sus anteriores
divagaciones. Habla de sus condicionantes para la vida en el campo. También de
sus experiencias en la cercana ciudad que luego fue su morada juvenil. Menciona
algunas de sus lecturas. Escribe pequeños retazos de recuerdos sobre los que
pretende volver cuando tenga más tiempo. Y escucha cómo comienzan a caer las
primeras gotas de lluvia tras la ventana.
Y va anotando en las
páginas de su cuaderno que en aquellos tiempos, él y sus amigos eran simples
usuarios del sistema, seres que vivían sin criterio para poder opinar y tomar
decisiones prudentes en relación al gobierno de sus voluntades, no podían ir
más allá de lo que se refería a pasar el tiempo de la mejor forma posible. Tal
vez igual que hoy. Quizá como sus hijos, pero de otro modo. Les escucha jugar
nerviosamente y exclamar improperios mientras están sumidos en la vorágine de
los mecanismos de su PlayStation. Considera que quizá estos juegos puedan ser
peligrosos si se convierten en la única referencia. Quizá mermen la capacidad
de imaginación o produzcan adicción. Cuando llevados por la inercia de las
posesiones de los amigos, sus hijos le pidieron que se las dejara tener, él
mostró sus reticencias, era reacio a permitir que entraran en casa las
maquinitas que les daban de comer. Una cosa es el trabajo y otra la devoción,
decía. Pero cuando unos familiares se las regalaron a sus hijos envueltas en
todo su afecto, no pudo oponerse y negarles el derecho de estima.
Un espectacular
relámpago centellea tras la ventana seguido del estruendo ensordecedor de un
trueno. Su mujer ya no puede esperar más. Movida por el sonido del trueno sale
de la cocina y mientras se limpia las manos se dispone a cantarle un corrido
mejicano.
—¿Me vas a ayudar a no?
—Ya va… Ya va… Hay que
ver, no puede uno…
—La hora se echa
encima. Mis padres están a punto de llegar y aún no tengo la mesa preparada.
¿Puedes terminarla tú?
—Ya voy. Tenía que
terminar esto. Ya sabes que me gusta comenzar el año con las cosas claras.
—Sí. Tú ahí, bien a
gusto. El tiempo se pasa y hay mil cosas que hacer. Estoy agobiada. Hay que
preparar canapés, partir jamón, hacer la ensalada campesina, vigilar el punto
del asado y rociar la carne, presentar los langostinos, montar la nata para el
postre, sacar la cubertería nueva, las copas de gala, abrir el vino…
—¡Vale! ¡Vale!... Ya
voy. Guardo el cuaderno y me pongo.
—Ya voy no. Ya.
—Bueno. Bueno. Tengamos
la fiesta en paz. Que yo respeto tus momentos y nunca te incomodo cuando sé que
estás con algo importante para ti.
Otro atronador
relámpago hace temblar los ventanales. El agua de lluvia cae con furia. La luz
hace un amago de apagarse pero se mantiene encendida. Y vuelve a tronar con más
fuerza aún.
Suena el timbre de la
puerta. Silvestre se acerca al telefonillo y pregunta. Nadie contesta al otro
lado.
—Serán mis padres.
Dijeron que vendrían temprano —dice Vanesa.
Silvestre abre la
puerta y no ve a nadie en el portal. Tampoco ve señales de movimiento en el
ascensor. Vuelve a sonar el timbre de la puerta y ésta vez Silvestre se extraña
de lo que ocurre.
—¿Quién puede llamar?
La puerta está abierta. Y no hay nadie al otro lado.
Cierra la puerta con el entrecejo fruncido.
—Ha sonado el timbre
dos veces y no hay nadie afuera. Debe ser algún cortocircuito que se ha
producido por alguna bajada de tensión en la línea… Vamos a lo nuestro… Voy
para la cocina.
Un nuevo relámpago
ilumina la noche a la vez que la luz se apaga definitivamente. Los niños
comienzan a protestar porque se han quedado sin juego en la pantalla del
televisor. Sus protestas terminan de súbito y se convierten en un silencio
expectante, al que sigue una exclamación de miedo, y una llamada a su madre,
cuando tras un violento golpe en la pared, un grito cavernario recorre todos
los rincones del salón.
—Déjate de bromas,
Silvestre. ¿Dónde hay una linterna?
—No he sido yo.
Retumba otro trueno. Se
escucha un nuevo grito que parece extraído de las catacumbas de la muerte. Y los
cuadros de la habitación se caen al suelo produciendo un chirrido metálico.
—Aaaahhh... —Gritan los
niños al unísono—. Mamá tengo miedo.
La mujer de Silvestre
está inmóvil en el lugar donde se quedó cuando la luz desapareció de la habitación.
Ve a su marido en el instante en que un nuevo relámpago le ubica cerca del
sofá. Pero también ve a una figura descarnada sentada en el suelo y apoyada en
sofá. La figura parece jugar con una pantalla móvil en la que se ven imágenes
de zombis devorando a una pareja.
—¿Has visto eso?
—El qué. —Dice
Silvestre.
Un nuevo relámpago y un
nuevo sonido metálico. Vanesa ve con más claridad a la figura descarnada. Se
parece a uno de sus hijos. Pero es como si tuviese cien años y tan sólo
cincuenta centímetros de estatura. Ahora ha podido observar con más claridad las
imágenes que están en la pantalla. Una de ellas es la suya. Es su propia imagen
vestida de novia la que se desploma ensangrentada, con mordiscos y desgarros en
la cara.
—¿Pero no me digas que
no ves a ese niño anciano que juega con la pantalla?... Es terrible. Un
monstruo.
—Te digo que no veo
nada.
—Mamá. Nosotros tampoco
vemos nada.
La mujer ve cómo la
pantalla se ilumina dejando nítida la figura de su marido troceada en una
fuente. Escucha un silabeo misterioso cerca de su oreja. Siente una brisa de
aire frío que le hiela la sangre y se queda paralizada. La extraña voz le dice:
—No era esto lo que
querías: dar todo a tus hijos. No era esto lo que también quería tu marido.
Pues ya ves el resultado.
La mujer se estremece
al notar el tacto de unas manos agarrándose a sus piernas. De nuevo brilla un
relámpago y de nuevo suena un trueno. La habitación se ilumina. Ahora no ve la
figura de su marido. Le llama. La voz no puede salir de su garganta. Está
atenazada. Un terror de pesadilla se apodera de su alma. Siente un vacío debajo
de sus pies. Es la ingravidez la que se apodera de su cuerpo. Y se siente caer
lentamente al suelo.
En la calle, la lluvia
parece remitir y el golpeteo del agua en los cristales se acompasa con el aire.
La luz eléctrica vuelve a encender las lámparas. Silvestre ve a sus hijos
cogidos a las piernas de su mujer,
temblando de miedo, y a ésta en el suelo, sobre la alfombra. Se abalanza
sobre ella. Le agita la cara mientras repite sin cesar su nombre. Ella no
responde. Busca el teléfono y llama a una ambulancia. Mientras, los niños
siguen sin soltar las piernas de su madre. Están como aterrados. Y ateridos de
frío.
Silvestre corre a la
cocina, busca un vaso, lo llena de agua y vuelve junto a su mujer. Intenta
darle agua, pero no lo consigue. El tiempo le contagia su agónica impotencia.
No sabe qué más puede hacer.
A los pocos minutos
llaman al timbre con insistencia. Silvestre abre la puerta y respira agitado
mientras indica dónde está su mujer y explica que no responde a sus
llamadas. Un médico y una enfermera se
hacen cargo de la situación. Él solo acierta a decir:
—Cuando se hizo la luz,
ella estaba tumbada en el suelo, sin sentido. No sé qué le ha ocurrido.
El médico la reconoce
con urgencia y actúa con mucha decisión.
—Es una parada. Rápido.
El desfibrilador.
La enfermera prepara la
máquina mientras el médico inyecta una solución química adecuada para estos
casos. Luego, coge el desfibrilador y aplica dos descargas muy seguidas. Vanesa
reacciona levemente y la enfermera inicia un masaje cardiaco mientras pronuncia
en voz alta su deseo.
—¡Vamos! No te vayas…
¡Vamos!… Vamos…
Suena el timbre de la
puerta. Silvestre abre temiéndose que se trate de los padres de su mujer. Como
así era. Intenta explicarles que su hija había sufrido un infarto. Ambos,
alarmados, se acercan hasta el médico preguntando por su estado.
—Se va a recuperar. Va
a salir de esta. Pero es necesario que la llevemos al hospital y la internemos
durante unos días para tenerla controlada y medicada —les contesta el médico.
Dos horas después,
Vanesa estaba en una habitación de cuidados intensivos. Todas sus constantes
vitales estaban controladas por los aparatos técnicos necesarios para que
cualquier alteración del corazón fuese detectada de inmediato. Alrededor de
ella se encontraban Silvestre, sus hijos, y sus padres.
Desde el control de
enfermería les habían llevado unas bolsas con uvas. Apenas faltaban unos
segundos para las campanadas. La pantalla de un televisor situada en el control
de enfermería mostraba el bullicio, la fiesta y los colores de algunos lugares
emblemáticos del mundo.
Silvestre recuerda, con
la tranquilidad de saber que su mujer se recuperará, lo que hace unas horas
estaba escribiendo en su cuaderno. Piensa en los recuerdos de la infancia y en
la realidad de su vida actual, en la contraposición de ambos mundos. Comprende
que tantos programas para asegurar el futuro no sirven para nada. También recuerda
que no puso punto y final a las páginas del diario que comenzó a escribir aquella
tarde. Y se acerca a Vanesa con las uvas en la mano. Ella le sonríe.
—Creías que no llegaría
a tomar las uvas. Pero estoy aquí. He estado en una nube. Una gran paz me
recorría el cuerpo como un bálsamo. Me notaba fuera de mi cuerpo. Te he buscado
por toda la casa. Y no te encontraba. Un extraño ser parecía devorarte después
de destrozarme a mí, de desgarrarme la carne a dentelladas. Era como una
pesadilla que no tenía fin. Cuando acababa con nosotros, volvía a comenzar de
nuevo.
—Ya ha pasado todo. Ha
sido un infarto. Te repondrás. Y esto tiene que hacernos ver las cosas de otra
forma. No merece la pena luchar tanto. Con menos se puede vivir y se puede ser
más feliz.
—¡Madre mía! La cena.
Se habrá quemado todo.
—Tu madre fue a la
cocina y dejó recogido lo imprescindible mientras nos preparábamos para venir
aquí a pasar la noche contigo. Ha traído algo de comida fría que tomaremos
después de las uvas.
Los sonidos de los
cuartos comenzaron a sonar en el televisor. Silvestre preparó la primera uva y
se la dio a su mujer con la primera campanada. A la segunda uva le dio un
mordisco y acercó el resto hasta la boca de Vanesa, que fue comiendo con
dificultad. Lo mismo hizo con las siguientes, mecánicamente, al ritmo que el
reloj marcaba. Tras la última uva y la última campanada, ambos se abrazaron y
se desearon feliz año. Los padres de Vanesa besaron y abrazaron a sus nietos, y
luego a su hija y a su yerno.
Silvestre recordó que
no había hecho repaso de deseos y proyectos antes de las campanadas, que sólo
había pensado en los suyos, y en pedir salud para ellos. Ni tan siquiera había
pedido nada para él. Era consciente de que el tiempo existe, aunque sea
imposible atrapar su infinita dimensión, y de que tan sólo podemos intuir su
efímera presencia. Recapacitó sobre lo que aquella tarde escribía acerca de la
libertad y pensó entonces, con un vaso de plástico medio lleno de agua en la
mano, que tal vez la verdadera libertad no exista, que nuestra vida está a
merced del azar y que la conciencia utópica de un mundo mejor no es más que pura
ficción.
RELATOS
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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