LOS
ÚLTIMOS DÍAS DE DÉDALO
Tras
la muerte de su hijo Ícaro,
Dédalo
envejeció con la certeza
de
que nada sería ya como antes.
Por
más que construyera grandes templos,
ningún
dios sería piadoso con su alma.
Él
fabricó las alas
con
las que su hijo puso el final a su vida
al
querer conseguir el dorado del sol.
Para
nada sirvieron sus consejos:
«nunca
vueles muy bajo
porque
te alcanzarán las olas traicioneras,
ni
demasiado alto o el sol derretirá
la
cera de tus alas y caerás al suelo».
Cada
noche, una luna alada y herida
se
refugiaba en los campos estelares
buscando
su infinita oscuridad.
Dédalo
la perseguía con sus ojos,
abandonaba
su cuerpo bajo las huellas del calzado
e
intentaba seguir el mismo rumbo.
Condensaba
en su alma la inmensidad oscura,
el
reflejo del caos y la amarga tristeza
de
sentirse culpable. Notaba en sus arterias
esa
terrible herida de la sombra
que
provoca la huida del cuerpo entre tinieblas
hacia
el mar lobulado de la noche.
No
había nada que lo ilusionase.
Nada
con lo que poder dar presencia
a
la imagen de su hijo.
Nada
que le trajese una esperanza
tras
los pasos perdidos del camino.
Ya
no existía aliento con el que consolar
la
negra turbación de su fracaso,
la
desesperación
que
crecía con cada instante
bajo
los pliegues de su piel.
Una
memoria llena de ácidas soledades
se
diluía en su pensamiento
portando
los recuerdos
de
todo lo que no pudo enseñar.
Todo
lo que aprendió en la vida
para
facilitar los pasos de su vástago,
se
perdería para siempre
con
las cenizas yermas de su cuerpo.
Con
ese sentimiento dejó el mundo.
Pero
la muerte quiso que su voz perdurase
con
la sabiduría del dolor
para
advertir a todos los que emprendan el vuelo
que
no lo hagan ni muy alto ni muy bajo.
Y
que escuchen la voz de sus progenitores.
OTRA REALIDAD
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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