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Ahora está aquí, en
esta habitación maravillosa, presuntamente protegido y a salvo de los desmanes
de sus acosadores. Debe relajarse. Él es un árbitro internacional, un colegiado
de balón pie. —Lo que ha ocurrido forma parte de los riesgos de la profesión,
—piensa—, dentro de unos días ya no se acordará nadie de lo sucedido, ni de mi
cara—. Esta idea refuerza su estado de ánimo.
Gamal intentó superar
sus dudas. ¿Qué le puede suceder a un árbitro que pertenece a la muy insigne y
faraónica asociación egipcia de árbitros, una asociación que no suele expresar
su filiación en siglas para no desvirtuar su categoría? Y menos a él, un
privilegiado de la fortuna al que sus colegas se suelen referir como el hijo de
la gran pirámide. Sabe que es un miembro destacado de la entidad a la que
pertenece por derecho propio. Ha sido agasajado por los miembros de junta
directiva de su federación. Tiene en su poder todos los galardones que se
otorgan en su país a tan digna profesión. No ha de temer nada.
El hombre se sienta
junto al escritorio de madera caoba y bambú que preside uno de los laterales de
la habitación. Coloca su diario sobre la
superficie satinada de la mesa y se dispone a anotar algunas ideas que le
refuercen su autoestima después de los descalabros que ésta ha sufrido en las
últimas horas. Ahora se siente cómodamente instalado, refugiado en el anonimato
y protegido por las autoridades del país anfitrión. Ésta es la suite para
personajes especiales que existe en el mejor hotel —eso dice el catálogo— de
Corea del Sur.
A Gamal le gusta el
fútbol. Dicho así, como afirmación desnuda, sin adjetivos ni comparaciones,
parece una cosa simple. Nada más lejos de la realidad. Para él, el mundo del
fútbol es un todo absoluto en torno al que gira su existencia. Ver rodar la
pelota supone constatar con alegría que en la superficie del balón se refleja
casi todo lo que tiene sentido.
Desde joven ha sentido
el sagrado llamamiento del silbato. Cuando se viste de corto para saltar al
campo y dirigir un encuentro se transforma vertiginosamente en señor
todopoderoso, en valedor de la norma escrita y en fedatario de lo que pueda
acontecer. Adopta de inmediato un semblante autoritario, con matices de ironía
mordaz y sobre todo, igual que los antiguos faraones de su tierra, adquiere la
disposición de alma que posee un juez implacable para hacer valer las reglas
del juego.
Nunca se ha creído
culpable de nada. Cuando en alguna ocasión en su juventud, tras mover algunas
piedras para procurarse un asiento mejor, los escorpiones que dormían bajo
ellas habían campado a sus anchas y le habían picado a alguno de sus amigos,
llegó a decir que siempre son las disposiciones del destino las que interpretan
las circunstancias. Y que por tanto él no era responsable del veneno de los
escorpiones ni de su instinto asesino.
Tampoco se cree un
cobarde. El día en que se enfrentó a los que le llamaban ventosidad de
dromedario, desapareció de su vocabulario esa palabra. Eran cuatro los
jovenzuelos de la aldea que siempre andaban mofándose y retándole para que
demostrase su hombría. Una mañana les citó para que aquella noche, a las
puertas de una mastaba cercana a la aldea, le demostrasen a él lo hombres que
eran ellos.
Durante la siesta, se
acercó hasta la tumba de la antigüedad que muchos conocían como la cueva del río
de la muerte y preparó, junto a la entrada, unas chilabas que colgó del techo
con mucha habilidad para que pareciesen espíritus en pena. Deslizó sobre el
suelo unos cordeles que tensó y ató a unas tinajas, dentro de las cuales
dispuso unas teas encendidas, de tal modo que al pisar el cordel se tumbaran.
Cuando aquella noche
estuvo ante la puerta de la mastaba con sus amigos, les indicó que entrasen
detrás de él y vieran cómo vencía al espíritu de Amón. Gamal fue adentrándose
sorteando los cordeles. Cuando los amigos pisaron los hilos que sujetaban las
tinajas, éstas se tumbaron, las teas iluminaron el interior y encendieron las
chilabas que colgaban del techo. La visión que se presentó ante los amigos de
Gamal fue terrorífica. Mientras, él levantó los brazos, impasible, y gritó:
—Ven aquí, Amón, Dios
del fútbol, Dios del juego que aparece en los grabados de tu templo en Tebas,
Dios del juego que aparece en los grabados de las tumbas de Menfis y Sakkara.
Ven. Manifiéstate…
Los amigos corrieron
despavoridos mientras él explotaba en una carcajada demoníaca.
Después de aquello su
imagen se agigantó entre sus iguales. El valor para tomar decisiones se le
supone desde entonces. Y la tozudez posterior a la toma de decisiones no es
algo de lo que presuma sino una característica absolutamente verídica. Que se
lo pregunten a sus hermanos cuando se obcecó en colocar huevos de gallina bajo
su camastro para demostrarles que no se rompían y que durante la noche
desaparecían. A pesar de que cada mañana aparecían restos de cáscaras en el
suelo, nunca admitió que algunos se rompiesen. Ni que se comía a escondidas los
demás.
Sin embargo hay
ocasiones, como las que sucedieron hace dos días, en las que después de tomar
una decisión arriesgada, se le atraganta el silbato en la boca y la saliva se
convierte en una pasta amarillenta con textura de arena que le impide hablar.
Entonces opta por esgrimir la pose de una estatua, una esfinge arbitral que
simula al guardián de las pirámides. Los espectadores afectados por su decisión
toman esa pose por la efigie de un pasmarote, a la que añaden algún que otro
calificativo oloroso. Él ni se inmuta.
Durante el partido
entre España y Corea del Sur, el árbitro egipcio tuvo que adoptar en numerosas
ocasiones la posición de esfinge. Ahora recuerda especialmente algunas de esas
situaciones melodramáticas. En el minuto cincuenta, Gamal anuló un gol a Rubén
Baraja alegando que había hecho falta antes. Así lo quiso ver y así lo señaló.
En el segundo minuto de la prórroga anuló otro gol legal a Morientes. Consideró
que el balón conducido por Joaquín había salido fuera. Él no vio la repetición
y aunque la hubiese visto, lo que le mandaba su mente era que el balón había
salido fuera. A lo largo de todo el partido cortó varios desmarques de
jugadores españoles considerándolos fuera de juego sin que lo fuesen. Se
quedaban solos delante del portero y eso no lo podía permitir. En la última
jugada del partido, cuando España tenía que sacar córner, dio por finalizado el
tiempo reglamentado antes del lanzamiento. No era justo que después de que el
equipo anfitrión aguantase tanto tiempo con empate a cero, el equipo visitante,
es decir, España, tuviese la oportunidad de ganar el partido en la última
jugada.
Fueron buenas
decisiones, sobre todo para los intereses de los organizadores. Desde su
postura de esfinge pudo ver las caras de los dos entrenadores. A uno le vio
rostro de pocos amigos, ira contenida y ráfagas de sudor bajo los sobacos. Al
otro le notó una sonrisa felina similar a la de los gatos enjaulados cuando
atisban, entre los barrotes de su celda, un espacio suficiente para evadirse
del encierro al que están sometidos.
Gamal recuerda
puntualmente la jugada del gol de Morientes en el minuto dos de la prórroga.
Era un gol de oro. Allí habría acabado el partido con la victoria de España. Al
insigne árbitro le viene a la mente que después de señalar que la pelota había
salido fuera y que era saque de portería, durante un instante quiso
arrepentirse de la acción que acababa de realizar, dudó de la oportunidad de su
golpe aleatorio de silbato, de su osadía o quizá tuvo la certeza del disparate que acababa de cometer.
Sin embargo no rectificó. No lo hizo para no convertirse en un fugitivo que
huye de las secuelas de sus decisiones, para no verse corriendo a lomos de un
dromedario por las dunas del desierto. En el último momento tuvo la certeza de
que él poseía la gracia de Dios y que ese poder divino le resguardaba de todo
lo humano. También recapacitó sobre lo que quizá le hiciesen aquellas decenas
de miles de aficionados de Corea del Sur que gritaban sobre su cabeza.
—Si estos tíos se comen los perros… ¡qué
harían conmigo!
CONTINUARÁ...
NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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