EL ÁRBITRO
1
Un hombre despierta
entre las sábanas revueltas de una enorme cama con dosel. Tiene la mirada
perdida en lo más profundo de las sombras de la habitación. Está en la suite Embajador de un lujoso hotel de Seúl.
El sudor le cubre toda
la piel con una escarcha de angustia. Le cuesta respirar con normalidad e
incluso tiene dificultades para poder identificar con precisión cuál es su
ubicación en el mundo. Todo lo que ve a su alrededor le parece irreal:
lámparas, muebles, cuadros, cortinas… Tanto la amplitud de la habitación como
el lujo asiático de la decoración le parecen extraídos de un cuento de las mil
y una noches.
Gira la cabeza a ambos
lados del cabezal y se apoya en los antebrazos para alzar su tronco sobre la
almohada. Reclinado en la cama, en una posición forzada por la tensión del
sueño, deja que pasen unos segundos cargados de desconcierto y de ansiedad que
se diluyen por las esquinas de la habitación como motas de polvo. Después, poco
a poco va recobrando el ánimo, la respiración pausada y la conciencia. Entonces
comprende que lleva dos días en esa habitación y que acaba de tener una
pesadilla.
El hombre recuerda
vagamente algunas de las imágenes del sueño terrible que le ha despertado en
medio de una crisis nerviosa. Estaba dentro de una caldera descomunal sujeta a
un punto indefinido por cadenas enganchadas a cuatro asas que tenían forma de
cráneo abierto. Debajo de la caldera, miles de gigantescas llamas lamían el
acero con sus lenguas de fuego. No podía moverse aunque lo intentaba con todas
sus fuerzas. El agua le cubría hasta el cuello. Era un agua fétida y viscosa,
en cuya superficie nadaban numerosos restos de malas digestiones. Un calor
excesivo iba subiendo paulatinamente por sus piernas y avanzando por su cuerpo
como una gangrena de brasas. Notaba unas
terribles punzadas a la altura de sus genitales, algo así como si un enjambre de
abejorros, estuviesen clavándole, constantemente, los aguijones en las partes
más blandas de su aparato reproductor. Alrededor de sus nalgas bullían cientos
de pirañas que se lanzaban alternativamente contra sus carnes con una voracidad
desmedida. Una serpiente amazónica apretaba su vientre hasta convertirlo en un
fino tubo de carne que se retorcía bajo la piel del reptil. Alrededor del pecho
tenía una bufanda de espinas. Pero, sobre todo, lo que le había despertado con
un grito desgarrador que no parecía haber salido de su propia garganta, era
haber sentido el tacto de cientos de miles de manos, que se asían a su cuello y
le estrangulaban sin contemplaciones, mientras en sus oídos estallaban miles de
improperios de la peor nomenclatura posible.
Ahora, el hombre se
levanta con cierta parsimonia y se dirige hacia el bar de la suite para buscar
un poco de agua fresca. Comprueba a simple vista que no queda ningún botellín
de agua mineral. Sus ojos recorren todas las botellas que se disponen en las
bandejas del interior del amplio frigorífico buscando algo que beber, cualquier
líquido que le refresque y que consiga aplacar su sed. No suele beber alcohol,
su trabajo lo aconseja y su religión lo prohíbe, pero coge una botella de
champaña y la descorcha. El tapón golpea las lágrimas plateadas de una lámpara
de cristal que cuelga del techo mientras el dorado licor se convierte en un
geiser de espuma con el que llena el vaso. Acto seguido levanta el vaso y bebe
sin dilación hasta la última gota. Después de eructar ostentosamente se limpia
la boca con el brazo y vuelve a mirar con atención todo el conjunto de la
habitación. Entonces descubre, junto a un cesto de frutas exóticas, una tarjeta
del tamaño de un folio con los bordes dorados y el anagrama del hotel. Camina
lentamente, alarga el brazo, la toma entre sus dedos con cierta curiosidad y
lee: para Míster Gamal El Ghandour.
La imagen de un beduino
de piel morena y cabello negro azabache, delgado, de hombros anchos y brazos
largos, se ve reflejada en un gran espejo que hay junto a la entrada a la
suite. Se reconoce en esa imagen. Ha recobrado la serenidad. Inspira el aire
con fuerza y lo expulsa después con energía renovada. Con la tarjeta del hotel
entre sus dedos recuerda que Gamal es su nombre, que es árbitro de la FIFA, que
está en un mundial de fútbol, y que hace dos días que pitó un partido entre las
selecciones de España y Corea del Sur.
Gamal había tenido que
trasladarse de hotel porque durante las horas posteriores al partido entre
España y Corea del Sur su anterior hospedaje se había convertido en un
infierno. El manejo de la centralita del hotel había supuesto una prueba de
fuego para los telefonistas de recepción. Las líneas se colapsaron varias veces
con llamadas procedentes de España. El árbitro comenzó a inquietarse tras
recibir las primeras comunicaciones, en las que con un castellano perfecto y un
tono agresivo le llamaban ladrón. Después, a Gamal le pareció entender que le
llamaban obscenamente de forma reiterada y perniciosa, y que utilizaban el
vocabulario con todas las variantes ofensivas posibles, aunque no comprendía el
significado de las palabras. Entonces, Gamal pidió que no le pasaran más
comunicaciones de aquellos que le habían visto con el ojo acusador de la España
futbolera. Como los recepcionistas no supieron diferenciar ni la procedencia,
ni el espíritu de las llamadas, aquello se convirtió en un carrusel de insultos
procedentes de todas partes del mundo, de todos los lugares donde algún
aficionado español había visto el partido.
En la puerta del hotel
se fueron aglomerando numerosos representantes de los medios, aficionados y
curiosos de distinto pelaje. Los periodistas acreditados por los periódicos
españoles forcejeaban para conseguir entrevistar al árbitro, que según ellos,
le había robado el partido a la selección. Los aficionados hispanos gritaban
sin cesar toda clase de insultos contra Gamal y los curiosos se animaban a la
fiesta, unos jaleando al árbitro, otros discutiendo con los que le criticaban.
La confrontación entre
los aficionados detractores y los defensores de la actuación arbitral se
convirtió en un problema de orden público. En pocas horas la multitud había ido
en aumento, las discusiones habían degenerado en violencia y la dirección del
hotel se había visto obligada a tomar medidas de seguridad alternativas y a
llamar a los antidisturbios para controlar la situación. En la calle se había puesto
cerco al hotel.
Cuando las autoridades
valoraron la magnitud del problema llegaron enseguida a una decisión concreta.
No quedó más opción que sacar al árbitro de allí, trasladarle de hotel y
realizar posteriormente un comunicado que asegurase que el árbitro había vuelto
a su país de origen. Así que, después de algunos contactos con los miembros de
la organización del mundial y con las autoridades nacionales, Gamal fue
trasladado de hotel en el más absoluto secreto.
Salió de su habitación
vestido de gueisa y, acompañado por dos agentes de la policía coreana ataviados
con lujosos trajes de ejecutivo, recorrió los pasillos con más miedo que
palabras. Una esmerada aplicación de maquillaje de polvo de arroz y el
movimiento oscilante de un abanico decorado con flores de cerezo, le cubrían
parcialmente el rostro y disimulaban sus facciones. Los agentes le metieron en
un coche camuflado y salieron del hotel sin que ninguno de los que se apostaban
en la puerta, pronunciando su nombre con instinto asesino, pudiese verle.
CONTINUARÁ
NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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