JUSTICIA DIVINA
La sala de espera del
juzgado número siete de Madrid había quedado casi vacía cuando llamaron a
Engracia para que pasara al despacho del juez instructor que seguía la causa
2006M/98. La mujer había sido citada para una vista previa a fin de que
prestara declaración y corroborase, desmintiera, o alegase algún nuevo detalle,
a lo que en su día manifestó a los agentes que hicieron el atestado. Estaba
acusada de homicidio.
Engracia no estaba
nerviosa. Una extraña paz había serenado su ánimo. Desconocía los
procedimientos judiciales y había acudido sin abogado con la confianza puesta
en que la justicia siempre está del lado de los inocentes. Ella se sentía de
ese modo. Vestía completamente de negro como señal de luto por sus seres
queridos. Llevaba viviendo en Madrid desde que tenía 19 años cuando su padre,
empleado de Renfe, había sido trasladado a la estación de Chamartín. Había
nacido en Lorca una soleada mañana del mes de marzo y en esa ciudad murciana
había pasado su infancia y adolescencia, los años más felices de su vida. Ahora
ya había cumplido los cuarenta y ocho años. Desde que se casó, sus ocupaciones
habían sido su casa, su marido y su hija. La fatalidad del destino la había
dejado sola. Primero, una tarde en el Retiro desapareció su hija, y después,
una noche de invierno se llevó a su marido.
—Tome asiento —le dijo
el secretario del juzgado.
El juez, un hombre de
unos treinta y cinco años, llevaba poco tiempo destinado en la sala y cubría la
baja por enfermedad del juez titular. El hombre permanecía hierático, sentado
tras la mesa de trabajo. Tenía a su derecha un enorme paquete de expedientes.
Miró a Engracia con una actitud neutral y distante. Empujó sus gafas con el
dedo corazón de la mano izquierda y se dispuso a iniciar el procedimiento.
Primero se aseguró de la identidad de Engracia. Luego le hizo las advertencias
judiciales pertinentes sobre su situación en la causa. Después le preguntó si
deseaba la presencia de un abogado a lo que la mujer contestó que la verdad no
tenía más que un camino. Acto seguido el juez preguntó al secretario si estaba
dispuesto para tomar nota textual de lo que manifestara Engracia, a lo que el
secretario asintió.
—Bien, señora, he leído
la declaración que usted realizó el día de autos. ¿Tiene usted algo que añadir?
Engracia presionó con
las dos manos el bolso que apoyaba sobre sus rodillas.
—Yo no quería matarlo.
De verdad se lo digo, señor juez. Escúcheme. Desde que ese individuo fue condenado,
desde aquel día que lo sacaron del juzgado con las esposas en las muñecas y se
lo llevaron a prisión, yo no le había visto. Y de eso hace ya 18 años. Pero
cuando el otro día, a la hora de la comida, lo vi en televisión saliendo de la
cárcel, tan tranquilo, tan contento, como si no hubiese sucedido nada de lo que
tuviese que avergonzarse, me dije: tengo que hablar con él.
—Sea precisa, por
favor.
—Lo que le voy a contar
no es una excusa, se lo digo con franqueza, señor juez. Yo tenía que saber qué
sintió al hacerlo, tenía que saber por qué le robó la vida a mi niña, a mi
inocente pajarillo, por qué la apartó de mí antes de que fuese una mujer.
—Continúe.
—Desde que me falta, yo
no he vivido. Desde que ese hombre me la arrebató como un cuervo negro, mis
días y mis noches han sido de ese color. He sufrido sin cesar preguntándome
entre lágrimas cómo serían su mirada y su sonrisa cada cumpleaños, me he vuelto
loca al no poder recordar el tacto de su piel ni la esencia del perfume de su
pelo, me he imaginado entre sollozos las notas del colegio que nunca tuvo, o
los juegos infantiles con sus amiguitas. He tejido entre suspiros su primer
traje de noche para cuando fuese mujer. Nunca podré enseñarle los secretos de
la vida, ni arroparla cuando regrese de su primera cita. Ni conoceré a mi
yerno. Ni besaré a mis nietos. Tantas cosas…
—Céntrese en la causa.
—Eso hago, señor juez.
Yo no quería matarlo pero tenía que hablar con él. Ya se lo he dicho. Así que
me vestí aquella mañana, tomé unos recuerdos de la habitación de mi niña, los
metí en el bolso y salí a la calle. Primero fui al cementerio de La Almudena.
Le puse unas flores a mi marido y un ramito de margaritas a la cruz con el
nombre de mi muñequita, la que dispuse junto a la tumba de mi marido para
recordar juntos a los dos soles de mi vida. Recé lo que supe, allí, mirando al
cielo, porque ni siquiera tengo unos restos de su pequeño cuerpo a los que
poder rezar. Ese individuo me los negó al quemar su cadáver, no se sabe dónde.
¡Pobre niña! ¡Qué bonita estaría hoy! No quiero ni imaginarme el dolor que
sintió, la incomprensión, el asombro… ¡Lástima de mi niña! Y fui a buscarle.
»Por un amigo al que
había llamado antes de salir de casa, supe que ese individuo se había instalado
en un albergue de Carabanchel y que iba a estar allí durante un tiempo. Durante
el camino me encomendé a todos los Santos. Les pedí que me otorgasen claridad
de juicio y mucha paciencia para controlar mis reacciones. Tenía que ir, ya se
lo he dicho, señor juez. Tenía que hablar con él. En su día le sentenciaron a
treinta años y para cuando saliera, si salía, quizá yo ya estuviese muerta.
Pero ahora, con esa nueva disposición, que viene de no sé dónde, le dejan
libre. No lo comprendo. Yo creo en la justicia, pero…
—Continúe, cíñase al
tema, por favor.
—Ya. Ya. Me dijeron que
nunca se arrepintió, que no tenía conciencia de haber hecho nada. No lo
entiendo. ¿Cómo es posible en un ser humano?... Cuando llegué al albergue
pregunté por él. Dije que era una amiga. Me indicaron que estaba en la última
planta del edificio. Subí las escaleras. Llamé a la puerta. Cuando abrió y lo
tuve frente a mí, le miré con toda la fuerza de dieciocho años de agonía. No sé
qué creyó. Se lanzó hacia mí como un poseso, me sorprendió y me hice hacia un
lado. Él resbaló, se dio de costado contra la barandilla y cayó por el hueco de
la escalera.
—¿Se ratifica en su
declaración?
—Sí. Se lo juro, señor
juez. Esa es la verdad. Yo iba a enseñarle en ese momento la foto de mi hija y
fui a buscarla en el bolso. Es una foto que nos hicimos un día antes de que la
secuestrase, e iba a preguntarle por qué la mató y dónde está mi niña.
Engracia abrió su
bolso.
—Esta es la foto.
Mírela señor juez. ¡Qué guapas estamos! Sus ojos dicen: te quiero mamá. Mírela
señor juez y dígame si ve lo mismo que yo… Sonríe como si supiese que ahora es
cuando se ha hecho justicia.
A Engracia se le
encogió de nuevo el alma. El secretario sacó los folios de la impresora y se
los pasó al juez. Este se los puso delante y le pidió que firmase debajo. Ella
tomó el bolígrafo que le facilitó el secretario y firmó. El juez, con la misma
expresión hierática, le dijo:
—Esperará usted en la
habitación contigua hasta el momento en que disponga sobre su situación.
Comprenderá que los hechos que declara deben probarse. Su declaración no la
exonera. Mi deber es advertirle de que los abogados de la familia del fallecido
mantienen que usted le empujó y además piden una indemnización. Deberé embargar
sus bienes de forma preventiva. ¿Comprende, señora?
—Haga usted lo que crea
oportuno. Si existe justicia, ya se ha cumplido.
Cuando Engracia salió
del despacho del juez y fue conducida a la habitación adjunta no notó la
frialdad con que le indicaron dónde debía sentarse, ni observó la forma en que
la miraron. En su mente solo había una imagen: la de su niña. Una imagen que
había quedado detenida en el tiempo para siempre. Igual que la verdad.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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