LA TEJEDORA DE COY
Las historias que no
poseen una explicación lógica siempre me han fascinado. No sé por qué, pero hay
algo dentro de mí que me acerca a ellas como atraída por un magnetismo
especial, algo que debe provenir de lo más remoto, de los arcanos orígenes de
mis raíces. Dicen que mi bisabuela era un poco bruja, mi madre me hablaba de
ella cuando yo era una niña soñadora que imaginaba cómo era el lugar donde
habían vivido mis antepasados. Y al cabo de muchos años he podido pasear por
Coy y rememorar la increíble historia de mi bisabuela.
En las faldas de un
cerro de las tierras altas de Lorca, se concentra un pueblo precioso, de casas
enjutas y trazado medieval en sus calles. Coy bebe de una fuente de la que
también bebieron pueblos argáricos, romanos, árabes y cristianos. Su nombre,
que significa colina, también tiene connotaciones judías. Y de ese crisol de
culturas venían los genes de mi bisabuela Rosario. Mi madre me contó que era
una joven muy resuelta, trabajadora y misteriosa. Tejía como nadie las jarapas,
una habilidad que nadie sabía de dónde le venía. Pero tenía un gran secreto,
algo que había marcado su vida desde una noche de San Juan. Poco antes de su
muerte le contó a mi madre toda su verdad.
En el pueblo de Coy se
contaba desde siempre la leyenda de La
encantá. Era una historia que había pasado de generación en generación y
que tenía algunas variantes según quien la contaba. Unos decían que, la noche
de San Juan, una mujer muy hermosa, con una larga melena rubia y unos
enigmáticos ojos azules, bajaba desde una cueva del cabezo hasta la fuente del
pueblo para peinarse con un peine de oro. Se sentaba en una gran piedra y
cantaba con una melodía envolvente para atraer a los pastores de la zona.
Cuando alguien la miraba a los ojos, le dejaba encantado. Vestía una túnica transparente y llevaba entre las manos
una madeja de hilo de oro que entregaba a quien quisiese casarse con ella. Si
era capaz de deshilarla sin romperla, le otorgaba inmensos tesoros. Pero si
rompía el hechizo, le arrastraba hasta el fondo de las agua y perecía en ellas.
Había quien decía que
la hermosa dama era una bruja que adoptaba aquella forma para seducir a los
hombres. Otros comentaban que se trataba de la guardiana de un tesoro que los
árabes escondieron cuando huyeron de Lurka tras la reconquista de los
cristianos, que era la hija del rey Alí, y que permanecía allí hasta que otro
emir volviese a reinar en la zona.
La leyenda de La encantá fascinaba a todos los
hombres. Pedro, un joven pastor que pretendía a mi bisabuela, era uno de ellos.
Una cálida noche de San Juan se acercó hasta la fuente para ver si veía a La encantá. Y ocurrió tal y como decía
la leyenda. A la mañana siguiente, Pedro caminaba por el pueblo como un
fantasma. Su cara tenía la expresión de un ser embobado y sus manos giraban sin
cesar, la una alrededor de la otra. Cuando la gente le hablaba, él no
contestaba, se limitaba a seguir girando sus manos igual que si intentase
desliar un ovillo invisible. Rosario le encontró sentado frente a la iglesia
aquel medio día. Ni siquiera la reconoció. Mi bisabuela creyó que el estado de
Pedro era obra de La encantá y que
debía romper el hechizo si quería recuperarle. Cogió a su novio por el brazo y
lo llevó hasta la fuente, lo sentó en la gran roca que había cerca de ella. Y
se puso a pensar.
Observó con mucha
atención cada uno de los movimientos que hacía Pedro con sus manos. Permaneció
de ese modo durante toda la tarde. La noche les cubrió con su manto en la misma
posición. La luna les iluminó y proyectó sus sombras sobre la superficie del
agua. Rosario estaba ya casi desesperada. No encontraba el modo de sacar a
Pedro de aquel estado, de aquel insistente movimiento de manos, de aquel
obsesivo proyecto para intentar deshacer el ovillo de oro que La encantá le había entregado. Mi
bisabuela desvió por un instante la vista y la dirigió hacia donde se
proyectaban las sombras de sus cuerpos en el agua. Y entonces vio que su mano
detenía la mano derecha de Pedro, la hacía girar en sentido contrario varias
veces, luego giraba hacia izquierda y derecha, hacia arriba y abajo, se detenía
de nuevo, cruzaba las manos en ambos sentidos y por último, iniciaba el giro en
sentido inverso. Entonces volvió la vista hacia Pedro y repitió los mismos
movimientos que había visto en las sombras. Cuando concluyó, Pedro sonrió, la
miró a los ojos y como salido de una extraña turbación, le pidió que se casara
con él. Rosario, emocionada y temblorosa, le dijo que sería su mujer para toda
la vida y se fundieron en un beso tan dulce como el sabor de las aguas.
Cuando los dos jóvenes
volvieron a tener consciencia de la realidad, encontraron junto a la piedra un
pequeño cofre de monedas de oro. Quizá fuese La encantá quien premiase la nobleza de sus sentimientos, o quizá
fueron las influencias de otras fuerzas misteriosas las que motivaron el
prodigio. El caso es que mi bisabuela contó antes de morir que aquel cofre fue
el origen de su fortuna, lo que les permitió viajar hasta Cataluña y fundar una
fábrica de tejidos que durante las primeras décadas del siglo XX les convirtió
en ricos.
Pero mi bisabuela no
desveló jamás cuál era la verdadera razón del extraño poder que ejercía sobre
mi bisabuelo, ni sobre otros hombres que la veneraban y a quienes ella
rechazaba, porque nunca fue infiel a su marido. Y ese misterio es el que
todavía me intriga.
Cuando he paseado por
las calles de Coy he podido comprobar el magnetismo que ejerce sobre mi piel.
He visitado la Casa Grande, he visto los planos de las rutas de senderismo que
expone la Asociación Espartaria, he leído las curiosidades del Cerro de las
Viñas y visto los restos arqueológicos. También he disfrutado de sus
tradiciones y de las fiestas populares de la Virgen del Rosario. He admirado
los paisajes y notado los aromas de la tierra mientras recordaba el cuento que
Josefita del Amor dejó escrito sobre La
encantá, una de las versiones de la historia…
Al llegar a la fuente
centenaria, he tocado el agua y no he podido remediar el estremecimiento que ha
recorrido todo mi cuerpo. He tenido la sensación de que los ojos de mi
bisabuela eran los que escrutaban cada uno de los rincones de Coy, y que desde
la cueva del cerro, La encantá sentía
la presencia de la joven que deshizo el ovillo de oro con que había atrapado a
Pedro. Convencida de ello, he decidido quedarme aquí hasta la próxima noche de
San Juan. Tal vez pueda comprender por qué la magia ancestral de los sueños se
hace realidad en la fuente de Coy.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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