La tarde del mayo lorquino
otorgaba a la luz el carácter de la belleza. En el patio del Palacio de
Guevara, un grupo de jazz interpretaba una versión actualizada de Rhapsody in blue haciendo que las notas
de Gershwin hechizaran con su magia a los invitados al concierto. Virginia
escuchaba los acordes del piano mientras otra música la transportaba quince
días atrás, a la noche en que discutió acaloradamente con Antonio. Desde
entonces no lo había visto. Le habían dicho que había viajado hasta Nueva York
y que no sabían si regresaría en unos años. Sus amigas habían conseguido que
asistiera al concierto con la esperanza de sacarla de la tristeza que se había
convertido en tónica general de su estado de ánimo. Ella había accedido por no
desairarlas.
Virginia se preguntaba
dónde estaba el límite de sus sentimientos. Se reprochaba una y otra vez haber
dicho a Antonio que ya no le quería, cuando en realidad no era cierto. Los
celos la habían obnubilado. Un rictus de malhumor afloró a su rostro como una
bofetada de rencor al ver cerca a Carmen. Ella había sido el detonante de su
ira contra Antonio. Le reprochó que la mirara, que le sonriera, que bromeara
con ella. En su mente lo imaginaba abrazándola, besándola, haciéndole el amor…
Y su sangre se convirtió en un reguero de espinas punzantes que la
desestabilizó, que sacó de ella todo lo peor. Ya era tarde para arrepentirse.
La relación con Antonio
duraba ya más de dos años. Un tiempo que había posibilitado que toda la
naturaleza del joven se convirtiera en un bien necesario para la vida de
Virginia. Sin embargo, no estaba segura de él, conocía bien a Carmen, era capaz
de seducir al hombre más frío por tal de apuntarse un tanto y hacer una marca
de su pintalabios en la piel como señal de victoria. Sus devaneos la ponían muy
nerviosa y Antonio no parecía darse cuenta de que le hacía mucho daño.
Virginia levantó los
ojos hacia el azul del cielo mientras la rapsodia seguía jugando con el sonido
de las notas entre las arcadas del patio. Hubiera deseado tener en ese momento
cerca a Antonio para pedirle perdón, para decirle que no sentía todo lo que le
dijo. Pero ya era demasiado tarde. Quizá se hubiese cansado de ella y por eso
había huido a Nueva York buscando el beneficio del olvido. Las trompetas
elevaban el tono de las notas y armonizaban con los violines cuando, allá
arriba, se escuchó el lento tableteo de una avioneta. Entonces decidió que ya
no aguantaba más, cogería el primer avión e iría a buscarle y le suplicaría que
volviese con ella.
Algunas personas
comenzaron a elevar sus ojos hacia el cielo con gestos de sorpresa. Virginia
hizo lo mismo. Una figura iba creciendo bajo un paracaídas que tejía el aire y
que parecía llevar un lienzo azul asido al pecho. La atención de todos se centró
en el paracaidista. Carmen se acercó hasta Virginia con una amplia sonrisa y le
dijo al oído que había llegado el momento para el que había pedido a sus amigas
que la llevasen al concierto. Virginia fijó su mirada en la figura descendente hasta
que desapareció por su derecha, mantuvo la mirada y en apenas dos segundos, la
figura volvió a aparecer, esta vez en dirección contraria mientras tiraba de
los hilos para dirigir el paracaídas hacia el centro del patio. La gente se
apartó y el hombre tomó tierra, se liberó del paracaídas, se quitó las gafas
con las que protegía parte de su rostro… y entonces le reconoció: era Antonio.
Antonio no le dejó
tiempo para que reaccionara de su sorpresa. Se acercó hasta ella entre el
murmullo de los asistentes. Extendió el paño azul que llevaba asido al pecho y
en cuya esquina figuraba el anagrama de la Brigada Paracaidista donde había
pasado los últimos quince días adiestrándose para hacer el salto más peligroso
de su vida: renunciar a cualquier mujer que no fuese Virginia. Se detuvo a tan
solo unos centímetros de ella, la envolvió en el lienzo azul y le dijo con voz
firme y segura: «Éste es el trozo de cielo que he robado para ti. Cúbreme con
él para toda la vida porque ni el miedo a la muerte me impedirá hacer la mayor
locura imaginable si así te convences de que soy solo para ti». No pudo
continuar, los labios de Virginia taparon su boca con una luna de fresa.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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