Su mano izquierda toca
las espigas doradas mientras el aire ulula y acerca a sus sentidos una lenta
melodía que penetra en su cuerpo como una ola de dulzura. No es consciente de
ello pero una extraña paz le embriaga hasta convertirse en esencia de su
pausado movimiento. No puede aspirar la pureza del aire ni notar el bálsamo del
oxígeno en sus pulmones, camina hacia un punto lejano que parece estar muy
cerca del pulso que marca su anhelo.
El recuerdo le lleva de
nuevo a percibir el tacto de la piel de Berenice, a notar la mies nutritiva que
colma sus deseos de ternura, que le hace enervar su hombría, que pone de
manifiesto toda la intensidad de su deseo y cada una de las verdaderas razones
por las que aprendió a ser hombre. Sigue caminando entre los trigales que
decoran la huerta y los campos, cerca del río y junto a la vía Augusta. El
paisaje se pierde en el horizonte como una ola infinita que acaricia el
terreno. Va hacia su encuentro, hacia la unión definitiva entre alma y cuerpo,
hacia lo que le han negado, hacia el punto exacto en que confluyen todas las
inercias que nadie puede segar en la cosecha permanente del tiempo.
La nota cada vez más
cerca, puede sentir su aliento, su templada caricia, escuchar los tonos de su
voz armoniosa y reparadora, percibe la gracia de sus requiebros… el signo
milagroso de su juvenil alegría… el brillo diamantino de sus ojos … Su corazón
parece navegar a bordo de una barca impulsada por velas blancas, una barca que
flota sobre los campos amarillos de Eliocroca, una barca que se mueve con el
aire que ella sopla suavemente, y que fluye cerca del mismo silencio, lejos del
dolor, de la amargura, de la muerte.
Extiende los brazos de
nuevo para sentir el tacto de las espigas, de los frutos de su pasión, de los
encuentros prohibidos que ya nadie les puede quitar. Su recuerdo es imborrable.
Está en el aire, en la tierra, en los trigales… La eternidad es su dueña y les
espera. Ya tiene a Berenice en su regazo. Él pronto llegará junto a ella. Lucius
lo sabe. Su cuerpo ha quedado junto a la columna miliaria. Su sangre humedece
la base de la piedra tallada en el siglo II a de C. El hilo bermejo de su vida
se ha unido a la mano de Berenice poco después de que la espada de su esposo
segase sus vidas. Ahora ya nadie podrá impedir que su amor sea eterno. Y el
mismo aire que mueve los trigales detiene su caminar en el punto exacto en que
todo es para siempre.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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