CRÓNICAS NAVIDEÑAS DE
RAÚL REY
No era una noche
cualquiera. Iba a ser mi gran noche y la había esperado con cierta ansiedad. Lo
tenía todo previsto y tan sólo quedaban a criterio del azar algunos pequeños
flecos, esas nimiedades que siempre escapan al control del más avezado
intérprete. Hay que vivir la realidad con un toque de ficción, y también, por
qué no, de fantasía, es la forma más inteligente de vivir completamente, sin
dejar nada aplazado para arrepentirse después con el recuerdo de lo ya extinguido.
Y me lancé a la aventura con toda la fuerza de mis impulsos, pero siendo
consciente de que si no tenía éxito, aún me quedaba una alternativa. Quería
sorprender y dar una alegría a todos los amantes de la cultura, poetas,
novelistas, pintores, fotógrafos e incluso a algún político de los de la nueva
ola, que se daban cita en un lugar que en los últimos meses se había puesto de
moda como referente cultural de la ciudad.
La ocasión era
propicia. Se acercaban las fechas navideñas, un tiempo diferente para los que
desean salirse de la rutina ordinaria y en el que las tradiciones se imponen, los
recuerdos nos acercan a la esencia de lo que somos, la nostalgia arruga el
corazón como una fruta escarchada, y se busca una felicidad compartida con el
dorado de la bebida. En nuestro interior renace el alma noble que a lo largo
del año a veces queda arrinconada por la necesidad de la lucha diaria para la
supervivencia, y acaba imponiéndose a todas las miserias que nos corroen por
dentro. Es el momento ideal para que afloren los sentimientos puros, y los
gestos de paz y concordia se eleven hacia quienes lo necesitan. Acaso dando, se
reciba aún más de lo que se espera.
El evento de la noche
comenzó a la hora prevista. En el Club de lectura del Café Stevia se
presentaban dos libros de María Alcaraz: La
navaja de Aurora y El arte de
convencer: Pablo Iglesias. Jorge González, periodista respetado por todos y
al que algunos llaman la voz de Lorca,
inició el acto haciendo gala de su magnífica prosodia y resaltando la labor creativa
de la autora. Ante la atenta mirada de María, que había concebido el acto como
un encuentro entre amigos para terminar el ciclo promocional de uno de sus
libros y al que había traído, para su cierre, algunos instrumentos típicos de
las pascuas lorquinas para animar la velada, Jorge, hizo una breve semblanza
introductoria y antes de cederle la palabra, comentó, sin duda con ironía
mordaz, refiriéndose a aquellos escritores que acaban mostrándose hasta en la
sopa, que eran de alabar las iniciativas
que ponían punto y aparte para ir dejando paso a nuevos proyectos y no realizar
mil presentaciones de un mismo libro. O lo que viene a ser lo mismo, mil
vueltas alrededor de un mismo ombligo. Algunos sabían por qué lo decía y las
primeras carcajadas se abrieron espacio entre las luces de las llamas de las
velas aromáticas que decoraban las mesas. Y extrañamente, noté que una de ellas
parecía dejar un girón de humo oscuro en el aire. Pero entonces no le di más
importancia.
Tras los primeros aplausos,
comenzó a hablar la autora, haciendo un desglose de algunos aspectos
significativos de sus libros. Me impresionó su capacidad para conectar con el
público, su sinceridad, su sencillez y su conocimiento de la lingüística. Fue poniendo
al descubierto anécdotas relacionadas con los libros presentados, esos retales
de vivencias y sensaciones percibidas a lo largo del tiempo junto a la
literatura, tanto de los momentos creativos, como de los de promoción de la
obra, y en algunos casos me pareció comprender que nos contaba cuestiones que
eran tan sólo de ella hasta aquellos momentos, nos regalaba anécdotas que
formaban parte de su acervo humano y sentimental. Yo ya ansiaba que llegase mi
momento para poner en escena lo que había preparado. Mis ojos recorrían los
rostros de los allí convocados mientras pensaba en cómo sorprenderles con una
actuación única e irrepetible.
Al final de la
presentación se inició el coloquio acostumbrado en este tipo de actos. Se
sucedieron varias intervenciones sobre determinados aspectos de las obras de
María Alcaraz y sobre su labor literaria. La curiosidad fue haciendo de las
suyas en cada pregunta. Uno de los asistentes comentó que una novela que premia
la justicia social como valor irrenunciable, y un ensayo sobre los usos de la
oratoria en un personaje de nuestro tiempo, tan controvertido como Pablo
Iglesias, eran suficientes motivos como para que se sintiese orgullosa de su
labor creativa y para pedir al futuro que le permitiese tener la paz suficiente
como para poder dejar volar la imaginación con nuevos proyectos. Todo iba bien.
Sin embargo, volví a notar que la llama de una vela se convertía en un girón de
humo negro justo en el momento en que yo la miraba.
Terminó la presentación
literaria y comenzó la fiesta. Era el momento que había esperado con aparente paciencia,
aunque la inquietud me recorría las venas con un voltaje especial de
nerviosismo. Se repartieron los instrumentos musicales. Henar también había
traído los suyos. Comenzó a tocar y su guitarra acarició la textura de las
paredes y los recuerdos de los miembros del club de lectura. La música navideña
enlazó los corazones, guitarra y panderetas animaron el cotarro mientras las
voces rescataban las palabras que decoraron nuestras infancias y pintaron de
ilusión la ansiada espera de los regalos. Sonaron los villancicos de siempre:
volvían a bañarse los peces en el río, el niño de Rafael recibía de nuevo su
viejo tambor… y afloraron sobre las pieles algunos sentimientos olvidados de la
niñez, los deseos truncados de la madurez, y quizá, los anhelos de toda una
vida en torno a la paz y la amistad.
No pude remediarlo, me
dejé arrastrar por el ambiente que se había creado. Y creo que eso fue mi
perdición. Me puse un gorro de los de Casa Noel y me lance sin más a coger el
micrófono. Algunos de los asistentes me miraron con curiosidad. Lo vi en las
caras de Andrés, Belén, Manuel, Fran, Luis, Henar, Luisa, Isabel, Flory, Juana
Mari, Juani, Yoany, Adela y otros que ahora no recuerdo… Comencé a cantar melodías
sudamericanas, canciones de Nino Bravo y todo lo que me venía a la memoria… Y
claro, no pude oponerme a sus peticiones, fuesen las que fuesen. Sonaron las
notas de la famosa canción de Rafael y me puse a cantar “mi gran noche”. Estaba
entusiasmado y entre frase y frase, se me escapaban eslogan publicitarios:
“periódico El Lorquino, las noticias entran en tu casa sin llamar”, y otros por
el estilo. Decía todo lo que se me ocurría. En ese estado, no me había dado
cuenta de que la llama de la vela que había llamado mi atención antes, volvió a
dejar escapar de su rojo cuerpo un humo negro que tenía un tono amenazador. Cuando
comprendí que aquello no era normal, sentí un estremecimiento y cambié la
mirada hacia otro lugar. Me puse nervioso y quise remediarlo lanzándome a
contar un monólogo sobre la Navidad, algo que llevaba preparado y que podía
hacer de memoria.
—En estas fechas cada
uno cuenta según le va. Y si no que se lo digan a los del club navideño, a
Santa Claus o Papá Noel, y a los Reyes Magos. Se anda con mucha prisa. Todo son
nervios y preparativos. Que si el pienso para los renos no llega. Que si hay
que dar un recorte a las barbas en el barbero, en el que Santa tiene tarifa
plana, que si Melchor necesita unas tijeras de porcelana china. Que si hay que
poner la leche para los camellos… ¿Y dónde queda la ilusión? ¿Cómo han cambiado
las cosas? Quién se lo iba a decir a San Nicolás de Bari, aquel obispo de Myra
que entregó todos sus bienes a los pobres para hacerse monje y ejerció su
generosidad con todos los niños. Washington Irving convirtió la imagen de San
Nicolás en un grueso hombre mayor, vestido con calzón, sombrero de alas, y en
cuya cara lucía una sonrisa bonachona de la que colgaba una pipa holandesa.
Aquel personaje llegó a Nueva York en barco y se dedicó a arrojar regalos por
las chimeneas gracias un trineo volador. El mismo que desde las campañas
publicitarias de 1931 vive en Laponia y hoy tiene un montón de empleados. El
caso es que…
En ese momento se me
quebró la voz. Yo estaba de pie sobre el pequeño escenario. Tenía el micrófono
en la mano. Mi mirada recorría la sala y entonces la vi con total nitidez. Se
elevaba sobre la llama del vaso aromático que ardía sobre la tercera mesa. Era
una sombra negra y siniestra. Se trataba de una mujer enlutada, con la cara
cubierta por un velo negro. Llevaba un bastón que esgrimía como símbolo de
mando. Al principio no reconocí de quién se trataba. Aquella imagen
fantasmagórica no podía ser real, tenía que ser producto de mi imaginación,
estoy acostumbrado a pensar que la realidad sin un poco de imaginación es menos
realidad. Me froté los ojos. Conté hasta diez. Dije dos o tres tonterías para
que no se notara mi desconcierto y me dirigí al otro extremo de la sala. Volví
a mirar hacia la mesa número tres. Seguía allí, elevada sobre la llama,
flotando en el aire como un fantasma. Dejé el micrófono al primero que pasó por
mi lado y me quedé observando. La fiesta seguía, pero la presencia de aquel ser
era cada vez más evidente para mis ojos. Y entonces pude escuchar sus palabras
con claridad.
—¡Silencio! Menos
gritos y más obras —dijo aquella presencia irreal.
Un latigazo de asombro
me recorrió todo el cuerpo. Reconocería aquella frase entre un millón. Aquellas
palabras pronunciadas con el enorme autoritarismo de una tirana, eran la
entrada en escena de Bernarda Alba, el personaje de mi gran Federico García
Lorca. Quise ver si alguien más la había escuchado. Todo el mundo parecía ajeno
a lo que yo estaba viviendo. La mayoría permanecían reunidos en torno a Henar y
seguían cantando villancicos. La alegría era desbordante. Las panderetas
seguían otro ritmo tan diferente al de las palabras de Bernarda que llegué a
plantearme que aquélla era una extraña broma del destino. ¿Qué pintaba allí Bernarda?
Aquel escenario no tenía nada que ver con la obra de Federico. El único punto
de conexión era mi lejano deseo de interpretar el papel de Bernarda Alba en
alguna ocasión. Pero para eso tenía que dejar la ocupación que me había dado el
destino en aquel momento y no era posible.
Me acodé en la escalera
un tanto aturdido. El personaje de Bernarda Alba me miraba con una fuerza
inusitada. Sus ojos traspasaban el velo negro como dos llamas hirientes.
Representaba la imagen de la España profunda de principios del siglo XX, la
España en que imperaba el fanatismo religioso y sobre todo, el miedo a
descubrir la intimidad. La imagen se movió lentamente. La observé mientras se
balanceaba sobre la llama. Recordé cómo impuso un luto riguroso de ocho años a
sus hijas, y les prohibió que fuesen a cualquier fiesta. Bernarda habló de
nuevo:
—¡Silencio!
Parecía querer ocultar
su verdad. O que los demás ocultásemos nuestra alegría. Pero no era el caso.
Todos seguían disfrutando de la fiesta. Allí no había diferencias entre hombres
y mujeres, no existían las barreras con que Bernarda amenazaba a sus hijas
cuando les prohibía mirar por la ventana o mirar hacia los lados en misa. Pero
Bernarda sí que quería saber lo que ocurría en su entorno y utilizaba a su
sirvienta para estar al tanto de los dimes y diretes. ¡Qué hipocresía! Su
actitud despreciaba a la libertad, la misma libertad que mostraban los que vivían
la fiesta navideña en el local haciendo gala de sus mejores deseos. ¡Qué
personaje tan fascinante! Me hubiese gustado interpretarlo en alguna ocasión,
pero… me debía a otros menesteres.
Con la deriva de mis
pensamientos, se me estaba olvidando cuál era mi objetivo principal aquella
noche. Yo quería sorprender a los allí reunidos, y de momento, el único
sorprendido era yo. Lo que estaba viviendo y lo que había hecho hasta aquel
instante, no encajaban. Necesitaba un golpe de magia. Que se manifestara el
poder del espíritu navideño en toda su esencia. Que desapareciera la oscura
materia del tiempo y se impusiera la luz misericordiosa de la esperanza. Por un
momento me pregunté dónde estaban los míos. Y noté la afectividad de los que
estaban alrededor. Nada parecía cambiar, pero las cosas iban a dar un giro
insospechado. Nunca imaginé lo que iba a suceder a continuación.
Las vibraciones de mi primera
actuación en el escenario, cuando monologaba los orígenes de Santa Claus y Papá
Noel, habían llegado, por obra y gracia de la magia navideña, hasta Casa Noel. No
había contado hasta ahora cuál es mi verdadera ocupación. Mi monólogo puede
haber dado una pista. No es, como sospecháis, la de actor, trabajo para Papá
Noel. Mi jefe se había enterado de que me había escapado de Laponia sin
culminar mi tarea diaria de envolver regalos para la noche del veinticuatro de
diciembre. Y de inmediato mandó a buscarme.
En estos días estamos
muy liados con los preparativos de la Navidad y además, después tenemos que
ayudar al jefe a repartir sorpresas por medio mundo. Yo me había escapado del
trabajo porque llevaba millones de paquetes envueltos y también quería entregar
un regalo en persona a los contadores de sueños que se reúnen en Stevia. Un
regalo muy especial, mi mejor interpretación, porque siempre he querido ser
actor. Y claro, aquello no estaba en los planes de Papa Noel, que había
previsto enviarles carbón por Nochebuena, para que se acordasen de escribir que
la sonrisa de un niño es la blanca paloma de la felicidad, y no de buscar una
gloria personal, tan voluble y efímera como la imagen de Bernarda Alba, que
ante el sonido que se acercaba por el cielo, se esfumó del café igual que había
venido, por el humo que desprendía la llama de la vela aromática de la tercera
mesa.
Todo fue muy rápido. De
repente escuché unos cascabeles tras los ventanales del Café y salí para bailar
en la acera al ritmo que marcaban, porque era lo que me pedía el cuerpo. Y,
sorpresa, los cascabeles eran del trineo de los empleados de Papá Noel. Era a
mí a quien buscaban. Me habían enviado un transporte tirado por renos para que
me llevara urgentemente hasta Laponia y pudiese terminar de realizar el trabajo
del día. No podía oponerme, así que cumplí con mi obligación, me puse una
bufanda e inicié el viaje de regreso.
En pocos segundos
estaba en Laponia, intentando envolver el regalo que iban a dejar en la casa
donde duerme en la tierra mi otro yo, el personaje que canta “mi gran noche” en
Café Stevia. Le puse un lazo, una sonrisa y la magia de un deseo: Que la luz de
las estrellas guie el camino de los sueños mientras regalas al mundo la magia
del teatro.
Después continué mi
trabajo hasta que el cansancio me venció y me dormí agotado por las emociones
del día. Las consistencias del tiempo y del espacio se diluyeron mientras
dormía. Ya sabemos que, en ocasiones, nada es lo que parece, y una vez más se
cumplió la sentencia literaria que juega con la realidad y la ficción para dar
a los hechos una dimensión especial.
Cuando desperté, junto
a mi ventana había un paquete. Lo abrí y los aplausos sonaron entre vítores. Me
pareció entrever que se alzaba, una y mil veces, el telón del teatro, y que no
cesaban las peticiones de un público entregado para que comenzase de nuevo la
obra de mi vida. Era mi regalo. Era actor. Y había interpretado a Bernarda
Alba. Los aplausos no terminaban nunca. Abrumado busqué el ordenador y lo abrí
para compartir la enorme alegría que suponía ver mi sueño realizado. Entré en
una red social. En la primera noticia que se leía en Facebook se hablaba de que
un obrero de Casa Noel había desaparecido mientras repartía regalos y que se
buscaba un aspirante para el puesto, alguien que llevase la bondad como hábito
de vida y que compartiera la alegría como modo de ganarse el sustento diario.
Me quedé meditando durante un instante. Sólo podía ser yo. Y me apunté, sin
pensarlo dos veces.
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Mariano Valverde Ruiz ©
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