INDIOS
Y VAQUEROS
Los
campos de mi infancia
eran
territorio cheyenne en la llanura
que
recorría la rambla Biznaga.
Su
relieve de polvo, barbechos y sembrados,
se
alejaba sin prisas
hacia
la consistencia del paisaje
de
una niñez de indios y vaqueros
como
los que salían en el cine.
Imitábamos
sus batallas.
Fabricábamos
rifles de madera,
pistolas
con raíces, flechas con sarmientos,
aderezos
de plumas y sombreros de paja.
Con
pólvora onomatopéyica,
disparábamos
balas y cañones.
Unos
eran los buenos
y
a otros les tocaba el papel de los malos.
Luchábamos
en contra del tiempo y de la luz,
sin
misericordia para los muertos.
Y
así íbamos pintando de colores
la
piel de lo vivido.
Nuca
supimos
que
la vida no era un juego,
como
dijo el poeta Gil de Biedma,
ni
que la muerte era destino sin retorno
tras
la dura derrota.
Hoy,
la levedad del relato,
ata
mis manos a la tierra
con
las cuerdas del signo de la vida.
A
lo lejos,
un
promontorio de haces de paja y de cañizos,
es
el fuerte que me protege
del
temblor de la carne
y
del fanal que alumbra la nostalgia
por
los años ya huidos
tras
la carga del Séptimo de Caballería.
(La intimidad del pardillo)
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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