NOCHE DE BLUES EN CAZORLA
La fuerza del destino
es impredecible. Puede cambiar todo lo que hasta un momento preciso parecía
previsible. Y lo puede hacer tanto en los paisajes como en la vida de los
humanos. Phoenix Simpson había intuido ese mensaje mientras escuchaba un tema
de B. B. King en su ciudad natal, pero no imaginaba que en su caso, ese momento
estaba muy cercano.
La plaza de Santa María
era un maravilloso decorado preparado al efecto para la actuación de esa noche,
25 de julio. La vista era esplendida, viejas casas de un blanco inmaculado de
cuyas balconadas colgaban macetas de geranios, las ruinas de la iglesia de
Santa María al fondo, tras de ella los molinos del río Cerezuelo que circulaba
bajo la plaza bajo una bóveda de casi doscientos metros de longitud y, en el
lateral derecho, alzados sobre una colina, los muros imponentes del Castillo de
la Yedra.
El pueblo jienense de
Cazorla, la ciudad situada a los pies de la sierra del mismo nombre, cerca de donde
nace el río Guadalquivir, que es la espina dorsal de Andalucía, celebraba su
festival anual de música, el que todos conocen como Bluescazorla. María Sánchez
había esperado esos días con una inquietud que no acertaba a explicarse. Se
sentía extraña y no sabía cuál era el motivo de sus desvelos. El calor del
verano. Su fogosa juventud. Su rebeldía. Su conciencia… Todas esas razones, y
quizás ninguna de ellas en concreto, le estaban quitando el sueño durante los
últimos meses. El festival le ofrecía la oportunidad de trabajar, obtener algo
de dinero para su independencia y conocer nuevas personas.
A lo largo del lateral
izquierdo de la plaza estaban situadas las barras exteriores de los bares donde
los espectadores podían disfrutar de la música mientras tomaban unas copas. En
una de ellas, la de la taberna Quinito, trabajaba María. La joven se movía de
un extremo a otro con la ligereza y la gracia de las mujeres andaluzas. Su
larga melena morena mesaba el aire decorándolo con aromas de galán de noche.
Sus ojos almendrados atesoraban la magia del misterio que recorría cada una de
las equilibradas curvas de su figura. La plaza estaba llena de aficionados al blues.
Los espectadores habían venido no solo de las zonas cercanas, sino también de
toda España, Europa e incluso de Estados Unidos, como era el caso de Phoenix.
Toda Cazorla era un hervidero de turistas ya que las actuaciones se sucedían en
la plaza Santa María, en el recinto ferial situado cerca del inicio del Paseo
de los Poetas y en la plaza de toros ubicada junto a la avenida del
Guadalquivir.
En la plaza de Santa
María la música modulaba su significado melancólico y sus matices de tristeza. Eran
tonalidades que contrastaban con la esencia de la ciudad, no parecía una música
propia del lugar, aunque en Andalucía hay un profundo sentido de la musicalidad
de los sentimientos y una honda raíz de la pureza expresiva arraigada en las
entrañas de sus habitantes. Se repetía el patrón con estructura de 12 compases
del genero vocal e instrumental originario de las comunidades afroamericanas. Phoenix
escuchaba el concierto con un leve balanceo, sintiendo la música en todo su
cuerpo. Llevaba una gorra verde sobre su cabeza rapada que resaltaba sobre el
color negro de su piel, al igual que la camiseta de asas en la que, sobre un
rojo sangre, destacaban las letras blancas en las que se podía leer el nombre
de su ciudad: Memphis. El joven no perdía de vista los movimientos de María
tras la barra.
El americano estaba
elevando a la categoría de celestiales tanto las vibrato de la guitarra como el crossharp
de la armónica junto a la batería y la trompeta. En el mismo umbral de la
belleza situaba la imagen de María. De pequeño le gustaba escuchar la música en
las calles tanto como ir hasta la orilla del Mississippi para intentar pescar
peces de agua dulce. Sus pensamientos volaban de su lugar de origen hasta donde
se encontraba y desde su infancia hasta la cintura de María. Se sorprendió a sí
mismo pensado que la joven era una flor azul, un mar ondulado en su estado más
puro y liviano. La llamó y le pidió una copa de whisky. Cuando se la sirvió la
miró a los ojos. Vio que eran negros y profundos, que tenían el misterio de una
península interior y desconocida, que eran pura naturaleza inexplorada y que
dentro de ellos se intuía un cierto poso de tristeza.
Y en ese momento
decidió jugar sus cartas. Esperó el lance de un impulso que trajo a la joven a
servir muy cerca de él. Bebió un trago sin perder la compostura y sin perderla
a ella de vista. La joven adoptó una aptitud aparentemente distraída pero era
consciente de las miradas de Phoenix. El americano metió la mano en su bolsillo
y sacó una pequeña botella de cristal transparente en la que durante la tarde
había introducido, con mucho cuidado, una flor de romero que reflejaba varias
gamas del azul en sus pétalos. La puso sobre la barra con discreción y llamó
con un gesto la atención de María. Ella le miró interrogándose por el sentido
de la botella.
—Es para ti —le dijo
Phoenix.
Ella sonrió
abiertamente. Sus labios eran de una expresión dulce y brillante. Una dimensión
carente de toda malicia.
—Es para ti —repitió el
joven.
María le miró
fijamente. Sus ojos enmarcados bajo el peine delicado de las pestañas eran una
punzada de desdén.
—Gracias —dijo— pero,
esa flor está presa en una cárcel de vidrio, una prisión fría que me asusta.
Tan solo acabo de mirarla y siento una punzada de dolor aquí dentro, justo en
el corazón.
La joven hizo un
movimiento preciso para señalar su pecho izquierdo guardado por una camiseta
negra ajustada a su piel como un guante de algodón. Y continuó después de una
pausa.
—Esa flor está presa y
lo que yo más valoro es la libertad. Toma otra copa e inténtalo otro día. Esta
noche la suerte no te ha sonreído.
—Espera. No te vayas.
Al menos cuéntame algo de tu ciudad. El sentido de la hospitalidad no te lo
impedirá y mi español es bastante fluido como para entenderte. Ya sé que estás
trabajando, pero…entre copa y copa pásate por aquí y charlamos.
María se quedó un tanto
confundida. La apelación a la hospitalidad que le acababan de hacer la dejó sin
salida. Entonces le dijo que esperase un momento. Se alejó unos metros hasta la
puerta del local donde habló por unos instantes con el que parecía el dueño. Y
regresó con aires distendidos.
—Has tenido suerte. Mi
jefe me deja el resto de la noche libre a cambio de que trabaje por la mañana
las horas que tenía que hacer esta noche.
Phoenix sonrió y le
dijo:
—Estupendo. Tráete lo
que quieras tomar y otro whisky para mí. Y nos quedamos hasta que termine la
actuación. En ese instante la banda invitada tocaba una versión de Layla de Eric Clapton. A Phoenix le
pareció que las notas abrían las puertas del cielo de par en par mientras la
joven preparaba las copas. Se acomodaron en una mesa y María le preguntó:
—¿Y qué quieres que te
cuente?
—Pues, por ejemplo…¿Qué
historia tienen las ruinas de esa iglesia?
—¿Santa María?... Tiene
más de cuatrocientos años y nunca se ha llegado a terminar. Primero se realizó
una bóveda para conducir el río Cerezuelo. Y luego se levantó la iglesia incluso
aprovechando el propio muro de piedra de la montaña. Además de los elementos
arquitectónicos y ornamentales, lo más interesante es lo que sucedió el 2 de
junio de 1694. Una fuerte tormenta, conocida en la ciudad como “el diluvio”
descargó sobre Cazorla en poco más de una hora, y un aluvión de agua, tierra,
piedras y troncos, obstruyó la entrada a la bóveda. El agua subió de nivel casi
veinte metros y penetró por los ventanales de la iglesia, rompiendo y
arramblando con todo lo que había. Se llevó por delante casi a todos los
habitantes del entonces pueblo.
—Como una maldición
divina. ¿Qué habían hecho sus gentes?...
—Reconquistar estas
tierras a los árabes. Pero no es eso todo. Durante la guerra de la independencia
contra los franceses la ciudad sufrió cinco incendios como consecuencia de la
obstinada resistencia de los cazorleños, cosa que nos valió una consideración
especial y el nombramiento de ciudad por las Cortes de Cádiz. La Iglesia no escapó
a esos incendios. Y en el siglo pasado, durante la guerra civil, también sufrió
las consecuencias de la contienda nacional.
—¡Vaya!
—Su interior sirvió de
cementerio e incluso, en los años ochenta, de escenario para actuaciones
musicales. Hace pocos años se restauraron las ruinas y se hicieron visitables. En
definitiva… como te decía, es una iglesia que no se ha terminado nunca de
construir.
—Pero ahí están sus
ruinas…erguidas… acaso como vuestro carácter.
María se sintió
halagada. Se movió en la silla y se ruborizó. Phoenix no pudo percibirlo porque
las luces de la plaza dejaban en penumbra el lugar donde estaban, frente a un
medio barril colocado en la pared del que sobresalía la imagen de un hombre con
gafas.
—Qué tal si damos un
paseo. Me gustaría conocer esa bóveda que hay bajo esta plaza. ¿Es posible?
—La entrada está
cerrada…pero tal vez… Hagamos una locura. Sígueme.
Los dos se levantaron y
María cogió de la mano a Phoenix para atravesar la multitud y dirigirse hacia
una escalera situada al principio de la plaza. Bajaron los escalones hasta el
borde del río y continuaron por un pasillo hasta llegar a una verja.
—Si saltamos por aquí
podremos entrar. Ayúdame —dijo María.
Phoenix unió sus manos
para que María pusiese el pie y tomase impulso para elevarse, apoyarse en las
rocas y saltar al otro lado. Por el mismo sitio, favorecido por su fuerza,
saltó el joven americano. Ya juntos al otro lado ambos sintieron el vértigo de
lo prohibido y se abrazaron como si de dos fugados de un presidio se tratase,
dos jóvenes que estuviesen saboreando por primera vez la libertad.
La entrada a la bóveda
era un túnel cuya boca estaba cubierta de ramas colgantes de hiedra. Estaba
iluminado con una luz ocre amarillenta y el rumor bravo del río ocultaba los
sonidos de los grillos y el silencio enigmático de la noche. A través de un
puente de metal cruzaron hacia la parte derecha de la bóveda e iniciaron el
recorrido sobre una pasarela de barras de hierro, debajo de la cual, a pocos
metros, corría el agua como una fuerza de la naturaleza recién nacida. Phoenix
exclamó de admiración ante la belleza de la construcción de casi cinco siglos
de antigüedad. Fueron avanzando cogidos de la cintura para evitar la sensación
de vértigo que inundaba los sentidos de María.
A mitad de recorrido perdieron
de vista la entrada. Tampoco se
vislumbraba la salida. El sonido del agua era ensordecedor. Tenían que
hablar casi a gritos para entenderse a pesar de estar unidos por la cintura. Se
detuvieron tras otra boca de túnel que traía un arroyo de la parte izquierda y
vertía sus aguas en el cauce del río.
—Aquí encima está el
final de la plaza y a partir de ahí comienza la Iglesia. Esa agua es de la
fuente que has visto tras el escenario. Una fuente que viene de la montaña.
—¡Maravilloso! —dijo
Phoenix.
Siguieron caminando en
silencio mientras las manos acariciaban mutuamente sus espaldas. Pronto vieron
la boca de salida también cubierta por tallos colgantes de hiedra. Cuando
salieron se abrió frente a ellos un pequeño ensanche desde el cual se
observaban en un remanso del río varios patos. Al alzar los ojos, Phoenix se
detuvo en la construcción que había frente a ellos.
—Es la Casa de la luz
—dijo María—. Y un molino de trigo, un molino harinero. Tiene más de doscientos
años. Está ahí para aprovechar la fuerza del agua. Te encantaría conocer la
historia de sus primitivos habitantes. Nuestra zona está llena de vida, de
animales en libertad, de paisajes idílicos. Cada sendero te cuenta una
historia, cada rincón, cada árbol, cada piedra…Desde la cultura de los Íberos
hasta nuestros días.
Phoenix se volvió y la
miró cara a cara. La luna creciente iluminaba aquel bello rincón de la
naturaleza. Estaban solos. Nada ni nadie podía ver lo que sus ojos pedían con
urgencia. Y sin que transcurriera un segundo desde la respiración acompasada de
ambos, se fundieron en un beso con todo el sabor de la sierra, de la
naturaleza, de la libertad, del deseo.
Las manos buscaron con
ansiedad los cuerpos anhelantes. Se dejaron caer hacia la pared de piedra y
apoyados en la caliza dejaron que el sabor de la aceitunas cubriera la saliva
de Phoenix y que los aromas de las riberas de Mississippi rociaran los sentidos
de María. El tiempo pareció detenerse mientras se hacían el amor con el
magnetismo de dos polos opuestos.
Desde la torre del
Castillo de la Yedra, el rey de los aires, un quebrantahuesos, había observado la escena. Fue el mismo ave
que desde su atalaya observó el recorrido de la pareja por la calle Corredera,
que les vio pasar por la Plaza de la Constitución, que les vio besarse de nuevo
junto al Palacio de las Cadenas, y que les vio bajar por el Paseo del Santo
Cristo hasta la casa de María, situada al lado del Archivo Histórico de
Cazorla. Fue el mismo testigo que observó cómo se demoraba la despedida entre
miradas silentes y besos apasionados. Y el mismo que vio como Phoenix
continuaba después por la avenida del Guadalquivir hasta el hotel Puerta de
Cazorla.
Aquella noche los dos
jóvenes apenas pudieron conciliar el sueño. Ambos repasaron sus vidas hasta ese
momento. María concibió que su vida estaba dando un giro inesperado, que se
abría ante ella un destino ignoto e incierto, pero que percibía con una
serenidad desconocida. Phoenix recordó su pasado vagabundo, recorriendo el
mundo en la búsqueda de sí mismo, buscándose en las sombras, en los paisajes,
en los cuerpos desconocidos que el azar ponía en su camino. Y tomó la decisión
de que a la mañana siguiente, lo primero que haría sería reservar para todo el
año su habitación en el hotel y llamar a su familia para informarles que había
encontrado su destino, que buscaría trabajo como naturalista en la Sierra de
Cazorla y que hasta ese momento le enviasen su asignación mensual al hotel. No
sabía cómo se lo tomaría su padre, un rico empresario textil, pero tampoco le
importaba mucho. Poco antes de dormirse le vino a la mente el significado de the blues, su referencia a blues devils, la expresión que su
español aprendido en la universidad de Memphis le había hecho traducir como diablos azules o espíritus caídos. Él
había sido uno de ellos, un diablo azul que había quedado preso en una botella
de cristal olvidada sobre la barra de un bar de la Plaza Santa María.
Relatos.
18 de mayo de 2014
Todos los derechos
reservados.
Mariano Valverde Ruiz.
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