EL
LADRÓN DE COLORES
Johan sabe que hoy es
un día especial, nadie se lo ha dicho, pero intuye en su más primitivo interior
que es el día señalado en el calendario de Eros. Debe proseguir con la búsqueda
de su Dafne por las calles de la zona de De Wallen. A Vivaldi tampoco le
dijeron con exactitud cuando entraba la primavera y sin embargo, lo intuyó y
escribió una partitura de notas musicales con su dinamismo, su color y su
belleza. A Johan Van Richmond le sucede lo mismo, pero utiliza un medio de
expresión distinto a la música para expresar los colores: la pintura. También
tiene otras motivaciones, algunas poco confesables, para utilizar los
instrumentos con que crea belleza.
Es 21 de marzo de 2014.
Hace una tarde espléndida. La primavera camina por las calles de Ámsterdam con
los colores de los tulipanes, las imágenes de los ciclistas y el sonido del
agua, al igual que la luz se refleja por los canales y entre las casas
flotantes. En una de ellas vive Johan, un joven apuesto, de pelo rubio y ojos
azules, cuerpo musculoso y planta de ciento noventa centímetros. Es un adonis
de los tiempos modernos.
La casa donde vive está
llena de cuadros con motivos florales y figuras de mujer, son obras terminadas
que están colgadas en todas las paredes a la espera de compradores. Una brisa
suave entra por la ventana del cuarto donde trabaja. El pintor ha dejado el
lápiz de labios sobre la mesa. Levanta los ojos y mira el soporte donde está realizando su última
creación. Es un lienzo de dos metros por uno cincuenta, cuya superficie está
casi completamente cubierta de colores. Hasta aquí, todo es aparentemente normal,
si no fuese porque Johan Van Richmond utiliza exclusivamente para pintar
lápices de labios que previamente tiene que robar a las mujeres que ama y que no
comparten su sentimiento.
Al caer la noche se
produce el milagro de su trasfiguración. Sucede siempre los viernes, cuando la sangre que ha sido calentada al sol
del trabajo en una oficina de atención a los consumidores, donde trabaja de
nueve a tres de la tarde, hierve y se precipita sobre el cerebro. Entonces los
sueños de Johan pian como pájaros de la noche, bailan en su mente como
murciélagos siniestros, y aletean el espacio igual que si subiesen por los
andamiajes del edificio de las ilusiones.
Ahora Johan se prepara
para salir. Quiere olvidar la desconfianza de su jefa y el dolor que le produce
su lucha diaria con las personas que llegan a la oficina cargadas de razones
contra todo y contra todos. Quiere afrontar con ánimo las primeras horas de la
tarde. Aún no sabe quién será su presa. Tiene que verla, sentir el arrebato de
la pasión y proponerle su apasionado sentimiento, para posteriormente setirse
rechazo y transformarse en ese ser misterioso que sólo él conoce. Ha de suceder
todo lo anterior antes de que Johan decida si la chica puede ser un objetivo a
considerar para su labor de ladrón de lápices de labios. Entonces pensará en la
forma de conseguir las barras de colores y luego se refugiará en su estudio y
se pondrá a pintar el resto de la noche, hasta que salga el sol.
Johan sabe que apenas
dormirá, que si hay suerte tendrá que mantenerse en vela para ser luz en la
sombra. Cuando salga a la calle pasará las primeras horas en cualquier lugar:
un club, una discoteca, una cafetería, un banco... O quizá deje pasar el tiempo
colgado de cualquier barandilla o apoyado en el tronco de un árbol del parque.
Mientras se prepara recuerda
que su musa, Dafne, rechaza a todos los que la aman, huye de ellos y se
convierte en árbol de laurel. Apolo estaba enamorado de ella y quiso llevarla
siempre consigo. Y por eso Johan se coloca un laurel sobre la cabeza. Del resto
de su forma de vestir no hay nada destacable. Una sudadera de color naranja y
unos pantalones chinos de color marrón oscuro.
Van Richmond sale de su
reducto con gesto decidido. Observa a la gente caminar por las aceras, junto a
los canales de la zona de De Wallen, en el Rosse Buurt. Disfruta del tiempo y
de las sensaciones que ofrece el alumbrado público. Ha iniciado su caza sin
rumbo fijo. Caminará hasta que su instinto le diga: detente. Mira. Actúa.
La calle está iluminada
con los colores de costumbre: fresa pasión, rojos vibrantes, anaranjados que
contrastan con los tiernos verdes de los árboles que decoran las aceras. Johan
se ha quedado mirando las tenues sombras que habitan bajo el puente y sobre la
superficie de las aguas. Por un momento ha imaginado el rostro terrible del
mítico monstruo que, de vez en cuando, salta de las sombras para devorar a
algún viandante despistado. Sonríe ante la ocurrencia de que tal vez sea él hoy
el devorado por los seres malignos que habitan los canales de Ámsterdam.
A la vuelta de la
esquina una mujer le sale al paso.
—¿Dónde vas tan sólo?
El pintor la mira
sorprendido mientras ella cruza los brazos bajo el pecho y entreabre los labios
de forma sensual esperando la respuesta.
—A buscar una ninfa
para chuparle la sangre —le contesta sonriente.
—Ja. Ja. Ja…¡Vaya con
el vampiro! ¿Y no te sirvo yo? Por solo cien euros te dejo que me chupes la
sangre durante quince minutos.
Van Richmond da un paso
atrás espantado por la propuesta y horrorizado por la forma tan directa en que
se la ha hecho.
—Aléjate de mí. No es sexo
lo que busco.
—¿Y qué buscas,
entonces, murcielaguillo?
—Busco un amor
verdadero. Su más pura esencia. El antídoto que haga transformarse en mujer al
laurel que hoy es mi Dafne.
—¿Y yo no te gusto para
ser ese antídoto?
—Es más complicado. Tú
te estás ofreciendo y yo necesito que me rechacen.
—Pues no lo entiendo.
Estás solo. Salta a la vista. No te brillan los ojos. Seguro que hace mucho
tiempo que no haces el amor. Venga, te lo dejaré en cincuenta euros y diez
minutos.
—Ya veo que no lo
entiendes. Para eso deberías saber algo de cultura clásica.
—Pues enséñame. Si me
convences te lo hago gratis.
—Ja. Ja. Ja. Vale,
vente conmigo a ese banco y te cuento —le dice señalando con el dedo hacia el
mueble urbano.
—De acuerdo. No pierdo
nada. La tarde está floja de clientes y me viene bien sentarme un poco. La
competencia de los escaparates es muy fuerte y tengo que ganarme los clientes a
pie de calle. Pero deberías, al menos, invitarme a un té.
—Entonces vamos a la
tetería Walki.
Una vez acomodados, la
charla se hizo más distendida. La chica le dijo que se llamaba Anne y le contó
algunas cosas de su vida. Johan comenzó a hablarle de su musa Dafne.
—En la antigüedad
clásica Apolo era el dios de la música y las artes. Solía bromear con Eros,
dios del amor, sobre sus habilidades y destrezas para manejar el arco y las
flechas. Y sufrió las consecuencias de sus burlas. Un día Apolo paseaba por el
campo y sorprendió a Dafne, una bellísima musa, cantando, y se enamoró
perdidamente de ella. Dafne, al notar la presencia de Apolo, dejó de cantar,
quedó inmóvil y buscó un sitio para esconderse. Apolo se acercó hasta ella y
comenzó a hablarle con palabras de amor y a seducirla con mágicas expresiones
de su encendida pasión. Ella le suplicó que se detuviese, pero él continuó.
Dafne echó a correr y pidió ayuda a la Tierra para librarse del acoso de Apolo.
La madre Tierra le escuchó y Dafne comenzó a convertirse en laurel, quedó fijada
al terreno y se trasformó completamente en un árbol. Apolo abrazó tristemente a
su amada y entre lágrimas dijo que el laurel seria consagrado a su culto.
—¡Qué bonito! ¿Por eso
llevas esas hojas de laurel en tu pelo? ¿No me digas que tú eres pariente de
ese Apolo? Lo que no entiendo es qué tiene que ver ese tal Eros en todo lo
sucedido.
—Eros había sido el
culpable de todo. Estaba muy enfadado con Apolo por sus comentarios despectivos
hacía la forma de lanzar las flechas. Y entonces, aprovechando que Apolo
caminaba por el campo, y que Dafne estaba muy cerca, disparó una flecha dorada
al dios de la música y las artes para que se enamorase de Dafne, y lanzó una
flecha de plomo a Dafne para que le provocase un desprecio irremediable sobre
Apolo.
—¡Vaya mala leche la de
ese Eros! Pero bueno, vamos a ver si he comprendido: lo que tú pretendes es
encontrar a tu Dafne y para eso necesitas que te desprecie. ¡Con lo guapo que
eres! Y además me empiezas a gustar mucho…
En ese momento, la
chica, de aspecto agradable, pero ninguna gran belleza, abre su bolso, saca su
lápiz de labios y se retoca los labios de un color que parece fresa madura.
Johan no pierde de vista el gesto. La chica no cumple el requisito. No se
siente rechazado. Pero ese color es el que necesita para terminar el cuadro que
ha dejado colgado del caballete en su casa. Y decide cambiar de estrategia.
—Sin embargo a mí no me
gustas nada. Me pareces una chica vulgar. Sin cultura. No tienes nada que me atraiga.
La muchacha se sorprende
y queda congestionada. Apenas puede tragar saliva. No esperaba nada por el
estilo. Hace ademán de levantarse y salir sin despedirse siquiera, pero algo la
detiene. Le mira directamente a los ojos y le dice:
—Me habías parecido un
hombre especial, por eso he aceptado perder mi tiempo contigo. Pero ahora que
te miro fijamente, tan solo eres un pobre diablo, un infeliz solitario. Me das
pena.
La chica se levantó y
comenzó a caminar. Johan no tardó mucho en seguirla a unos metros de distancia.
La noche había caído y las luces rojas de De Wallen daban un aspecto mágico a
la calle. Johan sentía en su interior que el amor desmesurado que sentía por su
Dafne se trasformaba ahora en un odio visceral hacia aquella chica. Un poder
sobrenatural inundó su naturaleza. El pintor se escondió en uno de los
soportales y acechó durante horas los movimientos de Anne. La vio subir
acompañada por varios clientes a un hostal cercano y volver a bajar a la calle
con un brillo renovado en sus labios: el brillo de fresa madura que necesitaba.
Con el paso de las
horas su ansiedad fue creciendo hasta que tomó la decisión. Se puso un
pasamontañas oscuro. Caminó muy deprisa hasta donde estaba la chica. Sus ojos
estaban fijos en el objeto de su deseo. Echó a correr y al pasar junto a la
chica, tiró con fuerza del bolso, y lo hizo suyo. Anne cayó al suelo entre
gritos y maldiciones. Johan ya tenía el lápiz de labios que necesitaba. Ahora corría
como alma que lleva el diablo sorteando paseantes y obstáculos. Algunos le
soltaban improperios de todo tipo, otros le hacían paso. Desde lejos se
escuchaba a la chica llamar a la policía sin cesar. Un resbalón inoportuno hizo
que Johan se golpease la cabeza y cayese al canal, justo debajo del puente
donde había asociado las sombras a un pez monstruoso. El agua le devoró a la
vez que su conocimiento se desvanecía. Dentro del canal la luz se fue
oscureciendo y el agua comenzó a penetrar por su boca, por su nariz, por todos
los orificios de su cuerpo. Pronto la asfixia comenzó a anegar sus pulmones y
todo se precipitó como un cuento que llega al final con la trágica muerte del
protagonista, un desenlace que nadie espera.
Pero no fue así. Dos
minutos después Johan estaba en la acera de la calle, tumbado sobre el suelo.
Dos jóvenes le habían visto caer y se habían lanzado para sacarle al agua.
Después de varios intentos no habían podido hacerle respirar, perecía que
estaba todo perdido. En ese momento llegó Anne, que había seguido la fuga de
Johan pidiendo socorro a cualquiera que pudiese ayudarla. La joven llevaba lo que
amaba dentro de su bolso: el pincel de oro que su padre había recibido en
herencia de su abuelo con el encargo de que le fuese entregado a alguien que
tuviese un talento especial para la pintura.
Y sucedió lo
inesperado. Como si los dioses del Olimpo se hubiesen confabulado para hacer
las paces, la escena cobró otro enfoque más cercano a un inicio que a un final.
La joven, al ver a Johan inconsciente, se abalanzó sobre él sin pensarlo y le
hizo la respiración boca a boca. Johan reaccionó. Expulsó el agua de sus
pulmones y comenzó a respirar. Ambos se miraron a los ojos como si acabasen de
conocerse. Los dos supieron que algo nuevo y maravilloso estaba naciendo. Johan
ya no tenía el laurel en el pelo. Ahora flotaba sobre el agua, como una barca
verde de esperanza, junto al bolso que contenía el lápiz de labios de color
fresa y el pincel de oro.
Relatos.
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Mariano Valverde Ruiz ©
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