UN DÍA DE LLUVIA
Llueve
en la costa de Terreros
como
un hecho extraordinario
que
pintase los grises del cielo
con
la humedad de la tristeza.
El
oleaje elude el perfil del ocaso
cada
vez que cabalga
a
lomos de las rocas
para
decorar el paisaje
con
perlas peregrinas.
La
espuma engulle
los
filamentos del dolor,
colecciona
las conchas del recuerdo
que
más hiere
y
se sumerge en agua
para
encontrar al pez de la esperanza.
El
hombre aún intenta eludir
el
peso de las penas
y
evitar el gesto silente
de
la mordaza gris de la tristeza
que
condiciona las voces del alma.
Pero
el día tiñe de gris
el
color fucsia de las buganvillas,
el
verde desigual de los cipreses,
el
blanco de la grava del jardín,
esa
pureza de la cal
que
el polvo sahariano
ha
manchado de ocre terroso,
y
su propia presencia en este mundo.
Ve
caer el agua en silencio,
esperando
que pase la tristeza de largo,
que
pronto recupere el tono
para
poder hablarle al mundo
como
un hombre con algo que decir
a
quienes aman la belleza.
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