LA
METÁFORA DE MANHATTAN
Parece
aún estar vivo
el
mundo metafórico de Manhattan
que
captó Federico García Lorca
y
convirtió en palabra de poeta.
Como
seres anónimos
que
caminan tras su destino,
contemplamos
las calles y las gentes,
su
ritmo de termitas
que
huyen de la tristeza,
que
buscan soledades compartidas
tras
las ventanas
de
los monstruos de acero,
o
que obedecen a sus dueños
igual
que autómatas.
Cuando
cae la noche
con
su manto de luciérnagas,
por
dentro de los ojos
acristalados
de los edificios,
parpadean
burbujas de color,
se
desangra la luz por las ventanas
como
zumo de fruta navideña
igual
que en otros puntos del planeta.
Ajenos
al murmullo de las sombras,
nos
preguntamos cuál fue el detonante
de
la fascinación por las palabras
que
alimentó al poeta
para
crear un mundo metafórico
con
la angustia de los humanos
que
viven atrapados
en
esta jungla de asfalto y metal.
Tal
vez fuese otra clase de amor por los sentidos
que
nunca alcanzaremos
a
poder comprar con divisas,
ni
encontraremos en supermercados
o
en el ring de la bolsa.
Y
nos refugiamos en el anonimato
para,
desde nuestra insignificancia,
pasar
inadvertidos
mientras
le damos forma
a
nuestros versos de pasión.
Nueva
York sigue dando a los amantes
razones
para amar la intimidad del beso
donde
nadie descubra su ternura
ni
el sonido armonioso de los labios.
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