Lo
quería con toda la esencia de su ser,
como
al agua del río y de la lluvia,
como
al aire que respiraba,
como
al pan y la sal
que
alimentaba su felicidad.
Él
era un hombre bueno
que
la amaba sin egoísmos,
que
respetaba sus deseos,
que
la dejaba ser quien era,
como
a una flor silvestre
que
crece hacia la luz,
y
nunca comprendió por qué lo perseguían
las
palabras del prior
y
los asesinos del conde.
Ahora
se quedaba su cuerpo, para siempre,
debajo
de la tierra,
para
dar nombre a la soledad
y
al resto de sus días.
Su
imagen se perdía en las entrañas
de
las almas del bosque
recubierta
con las hojas de un cedro.
Volvió
la vista hacia donde había dejado
dos
flores troceadas
por
la fuerza de su amargura,
con
la tristeza dentro del color de sus pétalos,
con
la impotencia de los pobres
y
el destino de los vasallos
humillados
ante la muerte.
La
venganza y el dolor por lo ya inevitable
marcaban
sus sentidos
con
una herida no deseada.
Su
belleza era tan culpable
como
la atroz codicia de los hombres
que
le habían robado el manantial de sus abrazos.
El
resto de su vida
se
diluyó en el horizonte
como
una niebla opaca
que
cubría el color, la luz y la verdad,
igual
que la esperanza
de
conseguir justicia para un crimen impune.
La
sombra del futuro,
vestida
con la brisa
que
portaba el viento crepuscular,
se
adueñó de su alma
para
darle la fuerza de la lucha.
Las
formas del pasado
ya
eran la oscuridad de su memoria.
El
color del otoño reflejaba en su cara
la
tristeza del bosque.
Y
juró que jamás la poseerían
las
miradas lascivas del conde y del prior.
(Otra realidad)
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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