lunes, 2 de julio de 2018

LA DAMA DE LOS CIPRESES


LA DAMA DE LOS CIPRESES

A veces, tener constancia de los sucesos no los hace más comprensibles, sino que aumenta su carácter ignoto, mucho más, cuando sus orígenes son muy lejanos y su final, se intuye, no podrá verse en una vida.
La historia que os voy a relatar me tiene en vilo desde que la conozco. Tuve constancia de ella por un hombre que conocía mi afición por los hechos paranormales y acudió a mí buscando explicaciones para lo que le estaba sucediendo. Faustino se llamaba, y era el guarda del yacimiento arqueológico de Los Cipreses. Cuando me contó por primera vez lo que había visto, confieso que no di mucho crédito a sus palabras. Pensé que se trataba de una más de las supersticiones que aparecen siempre en las fechas próximas al día de Todos los Santos.
Faustino se puso en contacto conmigo a través del teléfono. En su conversación se dejaba entrever una exagerada angustia, insistía en que no podía darme más detalles y que, por favor, accediera a atenderle. Le cité en mi despacho y acudió a la hora convenida. Empezó diciéndome que necesitaba hablar de lo que había visto a una persona que fuese capaz de creerle y no pensara que estaba alucinando, o que le tomara por loco. Alguien que fuese un estudioso de los fenómenos paranormales.
Me dispuse a escucharlo. Me contó que lo que había visto era la imagen de una mujer vestida con pieles de animales, de cabello negro, cuyo rostro, brazos y piernas, eran de un color violeta claro, pero lo más desconcertante, si ya de por sí no era suficiente con aquella visión, era que, a la altura del pecho, en el lado del corazón, la imagen era hueca, podía distinguirse lo que había detrás. Me dijo que la había visto más de una vez y que no aparecía siempre en el mismo lugar. Le pregunté si había intentado fotografiar la imagen y me dijo que lo había hecho, pero nunca se apreciaba nada de lo que veía. Y me pidió que fuese al lugar e intentara averiguar qué era aquella extraña aparición.
Al día siguiente, me dispuse a hacer un reconocimiento del terreno. Me acerqué hasta el yacimiento, situado cerca del Polideportivo de la Torrecilla, en el paraje de Oñate, al sur de la Sierra del Pino y cerca de una rambla. Vi que en las proximidades se encontraban el hospital Rafael Méndez y el cementerio de San Clemente. Fui recorriendo el poblado y leyendo los carteles que explicaban la vida de sus antiguos moradores. Se trata de un yacimiento de la cultura del Algar, cifrado en la Edad de Bronce, entre el año 2200 y el 1500 antes de Cristo. Está ubicado en una ladera de la montaña, donde se han descubierto varias casas aisladas sin ninguna construcción defensiva. Las casas tienen forma de herradura y debía servir tanto como vivienda como lugar de trabajo. En sus interiores se aprecian hogares, telares, molinos, tinajas para almacenamiento… Lo más llamativo son los enterramientos: cistas y urnas protegen la inhumación de los cuerpos, que aparecen flexionados, vestidos y rodeados de objetos de metal, cerámicas, y adornos personales. Tomé nota de una de las explicaciones en la que se mencionaba que en esa cultura, el género femenino estaba subordinado al masculino.
Después, aunque no albergaba muchas esperanzas, me acerqué a algunas de las casas habitadas que había cerca de la zona para preguntar si alguien había visto algo similar a lo que me había contado Faustino. En una de ellas, encontré a una mujer muy dispuesta a pasar la mañana charlando. El tema derivó rápidamente hacia lo extraño, algo que entusiasmaba a la señora. Me contó lo que recordaba de lo que había conocido de pequeña por boca de su abuela.
La señora se puso muy interesada al saber que su historia podía salir en los medios especializados en temas inexplicables. Y entonces comenzó su relato haciendo énfasis en las palabras. Me dijo que su abuela llamaba a la historia “la leyenda de la mujer sin corazón”. Era una aparición que solo se presentaba ante aquellos hombres que habían hecho cosas malas, muy malas, resaltó, y que no habían sido castigados. Se decía que era una leyenda muy vieja, de cientos de años, quizá miles, que se trataba de una mujer maltratada y despechada, que después de morir y ser enterrada, se aparecía para vengar su desgracia en todos aquellos que tratasen mal a las mujeres, que no tenía piedad con nadie. Atormentaba a sus víctimas hasta que ellas mismas perdían la cabeza y terminaban terriblemente.
Cuando escuché aquel relato, hice memoria a ver si, en algún momento, había hecho algo que me pusiese en la lista de la Dama de los Cipreses. Sentí remordimientos por algunas situaciones, pero no recordé nada que pudiese considerar maltrato para con una mujer. Di mi investigación del día por concluida y regresé a la ciudad. Poco tiempo después, Faustino me volvió a llamar.
La segunda vez que lo vi, tenía un aspecto deplorable. Daba la impresión de que estaba sufriendo mucho y apenas había dormido. Su ropa olía a alcohol y a esa mugre misteriosa que rezuman los géneros textiles cuando llevan empapado el sudor de días, un tufo acre que echaba hacia atrás. Su lenguaje era deshilvanado, con lagunas de conocimiento, balbuceante en ocasiones. Me imploró que le ayudase, pero yo no supe cómo.
Me contó que la imagen de la Dama de los Cipreses lo perseguía. Que la encontraba allá donde iba. No podía soportar su presencia y huía de un sitio a otro provocando el desconcierto de las gentes que le veían alejarse corriendo. En su casa, se despertaba sudando, le dolía la cabeza hasta el punto de pensar que le iba a estallar en cualquier momento. Había ido al médico y le había recetado unos fármacos para la ansiedad y para la somnolencia, pero no le estaban haciendo el efecto deseado. Estaba desquiciado. No podía ni trabajar, tenía pánico a acercarse a su lugar de trabajo y no podía decir a sus jefes el verdadero motivo. Había pedido la baja por enfermedad y ponía toda su esperanza en que yo encontrase alguna explicación a lo que le estaba sucediendo.
Lo escuché con calma. Podría ser cierto que viese la imagen de un espectro. Había conocido algunos casos en los que la aparición de seres de otro tiempo cesaba cuando veían cumplido algo importante que habían dejado de hacer cuando estaban vivos. Pero, en el caso que me contaba Faustino, no veía cuál pudiese ser el motivo de la aparición que le atormentaba. Luego recordé la leyenda que me había contado, días atrás, la señora que vivía cerca de la zona donde se encuentra el yacimiento de Los Cipreses. Y me aventuré a indagar en la vida de Faustino.
Le pregunté si en aquellos momentos se ocupaba alguien de él. Me dijo que desde hacía dos meses vivía solo. Su actual pareja, la mujer con la que había convivido los últimos tres años, le había dejado y no sabía dónde encontrarla. Le pregunté el motivo de su abandono. Me dijo que no lo sabía y matizó que cuando la encontrara se iba a enterar. Me alarmó el tono amenazante de sus palabras, en el que latía una violencia larvada y brutal. Y entonces me atreví a comentarle:
—Puede que exista algún hecho relacionado con tu vida que tenga que ver con lo que te está sucediendo. Aunque no seamos conscientes, el mundo tiene otras dimensiones ocultas a nuestros ojos que son difíciles de comprender, y los hechos viajan por las ventanas del tiempo. De ese otro mundo, nos vienen las consecuencias a nuestros actos. No se puede hacer otra cosa que afrontarlas, pues nunca podremos vencer a las fuerzas que nos las mandan. La contestación a lo que voy a preguntarte ha de quedar entre nosotros, si quieres que te ayude. ¿Has maltratado a alguna mujer o le has causado daños físicos o vejatorios?
Me miró muy extrañado por mi pregunta.
—¿Maltratado? No. Yo siempre trato a una mujer como se debe. Aunque me hayan acusado de tratarlas mal.
—¿Cómo?
—Sí. Cuando murió mi primera mujer, la muy pécora, me había puesto una denuncia acusándome de que le pegaba. No era verdad. Ella se golpeaba contra cualquier cosa y decía que había sido yo el causante. Cuando yo estaba delante, lo negaba… ¡Faltaría más! Cuando me llegó la citación, le dije que retirara la denuncia o me las iba a pagar.
—¿Y qué sucedió?
—Que la atropelló un coche. Fue una lástima. Yo la quería, a mi modo. Me quisieron acusar, pero no encontraron pruebas. Nunca se supo quién fue el causante de su muerte.
Observé que a lo largo de esta parte de la conversación, a Faustino le costaba mantener la mirada fija. Hablaba como para sí. Como si intentase convencerse a él mimo, más que a su interlocutor.
—¿Y qué hiciste después?
—Pasado un tiempo, hice mi vida con otra mujer, la que ahora me ha abandonado. ¿Cuándo la encuentre, me va a decir por qué se ha ido?  ¡Y cómo sea por otro…!
—Las mujeres son libres de elegir, debe comprenderlo.
—No lo soporto… pero esto… ¿qué tiene que ver con lo que me sucede?
—Hay una leyenda que asegura que la Dama de los Cipreses atormenta a quienes son culpables de maltrato.
—Tonterías. Esa aparición debe ser algún tipo de embrujo que me están haciendo. Quiero que me libre de ella.
—No sé qué puedo hacer, ya se lo he dicho. Es posible que la solución esté en usted mismo. Es su subconsciente el que le mortifica. Todo está en la mente, incluso el sentimiento de culpabilidad. Puede que haya hecho algo y su mente no quiera reconocerlo. Puede que le produzca lo que le ocurre. Se lo digo por buscar algo de lógica al asunto. Tranquilícese, busque en su interior y afróntelo… Es cuanto le puedo decir.
Faustino salió de mi despacho peor de lo que había entrado. Le vi una mirada perdida que me turbó. No se despidió, solo, antes de cerrar la puerta, me dijo:
—Yo no he hecho nada.
—Entonces, nada tiene que temer —lo tranquilicé.
Todo hubiese quedado en una sencilla historia, si no fuese porque, tres días después, leí en la prensa que habían encontrado su cuerpo sin vida a dos metros de una cista funeraria del yacimiento de Los Cipreses. La noticia señalaba que se trataba de un suceso muy extraño. No había señales de intervención humana en el lugar y al cuerpo de Faustino le habían arrancado el corazón. El forense había dicho que los desgarros que presentaba no habían sido producidos por ningún objeto cortante, que parecía que le habían arrancado el corazón con las manos, algo aparentemente imposible.
Un sudor frío e inquietante me recorrió el cuerpo. Y me dio por pensar. ¿Y si realmente existía la figura vengadora de la Dama de Los Cipreses? ¿Y si se trataba de un ente milenario que vagaba por el tiempo dando cuenta de los maltratadores? Bajé la vista y seguí leyendo.
El periódico daba una pequeña biografía de Faustino. Mencionaba la muerte de su esposa y decía que su pareja actual, que se encontraba en un piso tutelado y bajo identidad falsa, había declarado a la policía que, Faustino la había amenazado con hacerle lo que a su esposa, si denunciaba que le pegaba cuando no hacía lo que él esperaba. La mujer terminaba dando gracias al cielo por haberle librado de él.
Como estudioso de los fenómenos paranormales, he de decir que algo, misterioso y sobrenatural, intervino en el fatal desenlace de Faustino. Siempre hay un velo de misterio que cubre lo tangible de los hechos, algo que no deja pasar el aire que envuelve lo inexplicable… Pero da que pensar. He vuelto en varias ocasiones al yacimiento de Los Cipreses pertrechado con mi instrumental técnico, para hacer mediciones, captación de flujos energéticos y aplicación de sensores de imagen a baja intensidad. Nunca había ocurrido nada, hasta que un día, la pantalla de mi portátil, a la que estaban conectados los sensores, registró un sesgo de imagen violácea. Se me aceleró el pulso y miré alrededor. A unos cincuenta metros, el encargado de una obra en las pistas de La Torrecilla, estaba mirando hacia el yacimiento de Los Cipreses con mucha atención.

RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©

              

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