Los
tebeos llegaron a mis manos
tras
iniciar el instituto.
Fueron
un descubrimiento fascinante.
Las
aventuras de aquellos seres,
con
su carrusel de colores,
llenaban
mis tardes de fantasía,
daban
cobijo a mundos diminutos
que
para mí eran muy grandes.
Transformaban
al tiempo
para
alejar el tedio de las horas,
para
eludir al frío de las noches
entre
cantos de búhos y silencio.
Como
papel con vida propia,
los
dibujos se alzaban por el aire,
iban
extendiéndose libremente
por
el cielo grisáceo de mi realidad,
lo
convertían en aves que volaban
por
las gasas azules de otro firmamento
formado
por mis sueños.
Se
erigían en perros vigilantes
de
la belleza,
mentores
de la edad de la imaginación,
brotes
de plantas nuevas
que
florecían, como estelas de alegría,
cada
semana en el quiosco.
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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