PAISAJE CON PLUMAS
Dar un paseo para
alejarse de su realidad diaria le ayuda a encontrase consigo mismo. Hace unos
minutos que salió de su despacho, atravesó la Plaza de San Pedro y se encaminó
con decisión hasta las afueras del Vaticano. Ha tenido noticias de una trama para
nombrar cardenal a un miembro de la Curia que debe estar alejado de todos los
escándalos financieros y de cualquier sospecha de pecados capitales.
El obispo camina
absorto en el paisaje: observa los muros centenarios de los edificios, las
estatuas, las señales que siglos de historia han dejado en las calles de Roma,
el vuelo de las palomas, el color de la tarde. Su pensamiento se serena a
medida en que se acerca a su calle favorita, una calle casi desconocida para
los turistas, sin apenas importancia, pero que a él, por ser la confidente de
sus decisiones más importantes, le catapulta hacia otra dimensión: la de su
memoria.
Hace pocas semanas que
han convertido esta calle de la Ciudad Eterna en peatonal. A Justiniano le
gusta el aspecto que presenta hoy la vía pública que más asiduamente frecuenta
porque ahora puede caminar por todo el ancho de la calzada con total
tranquilidad. Antes debía contentarse con ir paseando por la acera mientras
mantenía los sentidos atentos a los coches que circulaban en ambas direcciones.
El tráfico es peligroso en Roma y nunca se sabe qué puede pasar si un coche se
salta una señal e invade la acera.
Ahora disfruta del
paseo sin tener que estar al cuidado de que algún conductor desaprensivo le
pueda atropellar y mandar a la otra vida. O afrontar en el mejor de los casos,
tras sufrir un golpe violento del que milagrosamente pueda recuperarse, volver
a encontrase con los ojos perdidos y coaccionados por el miedo a ver la
realidad que late más allá de los muros del Vaticano. Está tan acostumbrado a
disfrutar de la belleza que atesora la Santa Sede, la Capilla Sixtina, la
Catedral de San Pedro y todas las obras de arte que decoran cada rincón del
Vaticano, que no quisiera irse de esta vida sin contemplarlas una vez más.
Las últimas horas han
sido inquietantes. Ha llegado a sus oídos la posibilidad de ser nombrado
cardenal. Es una oportunidad que le asusta por los condicionantes que conlleva,
pero que halaga su ambición y refuerza su necesidad de sentirse protegido. Una
filtración procedente del secretario de Su Santidad asegura que su nombre está
en la lista que va a ser sometida al criterio del Sumo Pontífice de la Iglesia
Católica. Por eso, hoy más que nunca, necesita caminar y reflexionar sobre si
ha de dar el paso que le lleve un poco más cerca de la Silla de San Pedro.
La calle por donde
pasea está decorada con esmero. Han instalado mobiliario urbano a lo largo de
la travesía: bancos de madera con vetas cobrizas y fijaciones metálicas al
suelo; farolas con fustes de altorrelieves oscuros y tulipas rosadas que a la
caída del sol ofrecen una luz melancólica; maceteros con arbustos enhiestos que
muestran en sus hojas un verde luminoso y parterres con flores de invernadero
que ofrecen al caminante un paisaje multicolor.
A Justiniano le agrada
andar por esta calle igual que lo hacía durante su infancia por los campos de
la Toscana. Normalmente lo hace como un espectador atento a su entorno, observa
y admira a la vez que se deja envolver por un estado de meditación relajada. El
aroma de la tierra de los parterres y el color de las flores le transporta a
aquellos años en que su mayor preocupación era conocer la naturaleza de las
plantas. Hoy camina muy despacio, pesadamente, con la cruz de los años a
cuestas, mientras analiza su entorno con la mesura de un alma consecuente con
su época y con la carga histórica de su rango eclesiástico. Igual que un
armario de dormitorio clásico, íntimamente va guardando en su memoria las
imágenes que encuentra a su paso y también los pensamientos que esas imágenes
han generado en lo más profundo de su alma solitaria.
Justiniano descubre
durante sus paseos ideas y emociones que no imaginaba estaban dentro de sí,
larvadas, escondidas en un bucle del tiempo. En algunas ocasiones son
pensamientos repetidos a lo largo de los años y que las circunstancias no han
variado en su esencia. En otras descubre cosas que le entusiasman o le
inquietan. Y hay veces en las que comprueba hechos que le provocan verdaderas
sacudidas sentimentales, tanto como lo hacen los argumentos de las tragedias
griegas a las que suele asistir como espectador siempre que tiene ocasión.
Ahora recuerda el tema
de Antígona de Sófocles. La fatalidad
siempre asombra al ser humano. Justiniano se cuestiona el sacrificio de
Antígona, la inutilidad de su comportamiento, de su obstinación, también de su
lucidez. Todas esas cuestiones pesan como una losa marmórea sobre el destino
del hombre. En Antígona se enfrentan dos nociones diferenciadas del deber. Por
un lado el deber para con la familia, el respeto a las normas religiosas. Y por
otro el deber civil de respeto a las leyes del estado y a la obediencia al
poder establecido. De algún modo se siente identificado con los paradigmas del
argumento. Pero no termina de ver con claridad un final aceptable por su propia
naturaleza, esa esencia que inunda su interior como un agua de la que beben sus
pensamientos.
En estos tiempos,
piensa mientras mira una planta de margaritas, la tragedia no se vive en los
teatros sino en la vida real. Ya no es solo en el tercer mundo donde se masca
el dolor. La crisis ha producido que sea también en las acomodadas sociedades
del sur de Europa donde la tragedia cobre visos de cotidianeidad. Quedarse sin
hogar, sin trabajo, padecer hambre, ser excluido de la sociedad, marginado de
los derechos fundamentales, caer presa de la dictadura del mercado, se han
convertido en hechos cotidianos, son algo rutinario, intrascendente. Y no lo
son tanto por el dolor en sí que provocan, sino por la asombrosa normalidad de
su presencia en cualquier parte del mundo. Ante esta situación, la indefensión
de los humanos que no forman parte de la élite, es materia de uso común. Justiniano
inspira con profundidad y se consuela pensando que siempre queda la oración, el
amparo de la fe, la resignación ante los designios de Dios y la esperanza para
los seres limpios de espíritu.
Las imágenes de las
personas que se encuentra al paso no son las de la indigencia, el dolor
absoluto o la desesperación. A simple vista, por la calle donde pasea, no se
ven mendigos que muestren su pobreza extrema. Pero quizá los hombres y mujeres
con quien se cruza y que ve pasar a su lado con un ritmo frenético en sus
movimientos, vestidos con ropas de marca, complementos de diseño y móviles de
última generación, tengan la esencia de la pobreza oculta bajo los pliegues de
sus pieles: la del alma. Y esa es otra clase de pobreza, la más severa.
Justiniano camina con
una mano en el bolsillo y la otra paralela a sus hábitos. Ha bajado la vista
hacia el suelo en un acto de humildad ante la belleza de la creación y la
bendición de la vida. En ese instante le sale al paso una de las palomas que
desde las cornisas de los edificios se dejan caer hasta el suelo para picotear
las migajas que les lanzan algunos viandantes. La paloma da vueltas a su
alrededor con un zureo incesante. Salta, alza levemente el vuelo y se vuelve a
posar en el suelo unos metros más adelante. El ave de plumas brillantes, espera
a que Justiniano llegue hasta su altura y después persiste en sus movimientos
enérgicos. Parece que intentase llamar la atención del caminante con su
insistencia.
El obispo no se siente
aludido, se desentiende de la paloma y sigue su camino plácidamente instalado
en su interior y atento a lo que alumbre el designio de su pensamiento. Vuelve a
reflexionar sobre el mensaje de Antígona: la fatalidad de la vida. El personaje
de Sófocles se opuso al poder establecido para dar sepultura a los restos de su
hermano y de ese modo impedir que su alma vagase eternamente por los infiernos.
Su acto le costó la vida. Y con el devenir del argumento, también tuvieron un
final trágico los días de varios personajes de su entorno familiar. Antígona es
una tragedia provocada por la defensa de un ideal. Justiniano piensa en todas
aquellas tragedias que la defensa de la fe ha provocado a lo largo de la
historia. Por primera vez siente la necesidad de dudar sobre si ha sido
necesario derramar tanta sangre para imponer la norma eclesiástica. ¿Realmente
era ese el mensaje que dejó Jesucristo?
Cerca de Justiniano, la
paloma sigue con su zureo, sus movimientos y su llamada de atención. A lo lejos
otras aves se aproximan a una fuente y hunden sus picos en el agua. El obispo
levanta los ojos y eleva la vista hacia el cielo. En su interior existe la
necesidad de pedir perdón. Casi sin proponérselo ve cómo su brazo se ha movido
hasta hacer la señal de la cruz sobre su rostro. Recuerda a los pobres de
espíritu que no son capaces de admitir sus culpas y mucho menos, de realizar
cualquier penitencia para expiarlas. Intenta centrase en la idea de la pobreza
de espíritu. La paloma, obstinada en su propósito, salta de nuevo y vuela hasta
la altura de su cara provocando que tenga que detenerse. El prelado la mira con
curiosidad. La paloma se posa a sus pies. Ambos están detenidos, frente a
frente, mirándose a los ojos.
Justiniano no ve en esta a la paloma bíblica que llevó la hoja de olivo hasta Noé, tampoco ve a la
paloma de Picasso, y mucho menos al ave poética que equivocó la dirección del
vuelo en el poema de Alberti. Solo ve a una paloma común. Una de las miles de
aves que frecuentan algunas de las plazas de Roma, que son atracción para los
turistas y tormento para los funcionarios del ayuntamiento de la capital
italiana. Sin embargo, después de unos segundos de atenta mirada, comienza a
pensar que esta paloma quizá tenga algo especial. No sabe lo que es. Considera
que tal vez se trate de la dulzura de sus pequeños ojos. O quizá sea la
profundidad con que mira los suyos. La intensidad de las pupilas del ave le
empieza a hacer sentir de forma diferente, comienza a encontrase con una
disposición no usual en él, un sentimiento cercano a la duda que quiere
plantearle las cosas partiendo de que probablemente no exista una verdad absoluta.
Intuye que la paloma desea comunicarse con él, cree que le mira como si
quisiera hablarle del dolor del mundo y de la necesidad de combatirlo. O al
menos modificar los comportamientos de quienes pueden atenuarlo.
Justiniano murmura con
voz cansada.
—El dolor del mundo.
Menudo tema.
Y se pregunta:
—¿Dónde está la raíz de
ese dolor? ¿Cuáles son sus causas? ¿Acaso es la propia naturaleza humana la que
origina el dolor que frecuenta todos los rincones del planeta?
El obispo comienza a meditar sobre esas cuestiones
mientras busca con los ojos un banco donde sentarse y dejar volar con serenidad
sus pensamientos. La paloma da vueltas sobre sí misma. Ejecuta pequeños saltos,
aletea un instante y se posa de nuevo sobre el suelo dejando franco el paso al
personaje al que sigue. El obispo reinicia su camino dirigiéndose hasta un
banco del mobiliario urbano que está muy próximo. La paloma va detrás de sus
pasos discretamente, haciendo el camino en zigzag. La escena es ocasional e
intrascendente. Ninguna de las figuras que pasean por la calle ha percibido la
situación que la paloma y el religioso están protagonizando.
Justiniano se sienta en
el banco, acomoda los pliegues de sus hábitos y deja escapar el aire de sus
pulmones como si de una ráfaga de inquietud se tratara. La luz de la tarde
comienza a declinar y las farolas matizan el color del ambiente con sus tonos
rosados. A lo lejos, el crepúsculo tizna de morado las cornisas de los
edificios, las nubes y el cielo. Es un color que se asemeja a los distintivos
de la élite religiosa que representa quien ahora sigue con los ojos las
evoluciones de la paloma que vuelve a estar cerca de sus pensamientos y de su
realidad.
El obispo repite
pausadamente.
—El dolor del mundo.
Vuelve a su pensamiento esa idea con mayor
intensidad.
—El dolor es
inabarcable, tan inmenso, tan poco delimitado…
Y respira como si fuese
la impotencia lo que ha llenado sus pulmones.
—Habría que creer que
el dolor que afecta a la mayor parte de los habitantes de este planeta no es un
virus contagioso como el causante de la gripe que asola la Ciudad Santa en este
octubre. Y habría que considerar esa creencia como cuestión de fe.
Justiniano considera en
ese momento que parte de ese dolor es provocado por un error cuantitativo a la
hora de buscar el camino de la felicidad. La felicidad, piensa, es uno de los
objetivos de los hombres en la tierra. Y continúa murmurando para su
espectadora, la paloma.
—Si no se acierta en la
senda a seguir para llegar a la felicidad se es presa fácil del dolor. La fe y
Dios allanan ese camino.
Justiniano cree
necesario seguir predicando por todo el planeta que en la humildad como actitud
y referencia está parte del nutriente que alimenta la felicidad.
—La fe —reitera su mente y pronuncia en voz baja—, la
fe.
Levanta los ojos de
nuevo hacia el cielo.
—Es necesario
revitalizar el vocabulario de la fe, ese lenguaje que comienza a desplegarse en
las conciencias de los hombres cuando concluyen las palabras y la lógica llega
a un túnel sin salida. La fe es la única sutura que cierra las heridas de alma.
Hemos de tener claro que llegará el día en que seamos cómplices de la fe para
aferrarnos al último soplo de nuestra vida con cierta dignidad. Mientras tanto,
estoy seguro de que su dimensión y también la esperanza que provoca, conviven
con nosotros sin que lo percibamos, está en nuestro interior siempre en estado
latente.
Justiniano se inclina
sigilosamente hacia la paloma, la mira a los ojos y siente la tentación de
hablarle como si se tratase de un ser humano. Algo le detiene. Es la idea de
que él fuese elegido por Su Santidad para el rango cardenalicio. Desconoce los
informes que de su trayectoria como pastor de almas tenga el Papa. También desconoce
las presiones que la Curia Vaticana pueda estar ejerciendo en los
nombramientos, y sobre todo, en aquellos informes que puedan llevar acarreado
un control parcial sobre algunos de los aspectos más sensibles en el gobierno
de la Iglesia, todos aquellos aspectos que implican la preponderancia de la
tradición sobre la apertura hacia los retos que los nuevos tiempos han puesto
frente a la Iglesia.
Justiniano vuelve a
mirar a la paloma y esta vez sí se atreve a hablarle directamente como a un
interlocutor del que espera respuestas.
—¡Que sea la voluntad
de Dios!— exclama.
La paloma se le queda
mirando fijamente. Permanece quieta. Está situada tan solo a dos pasos de sus
zapatos. Justiniano recuerda el motivo principal de su paseo. Y el obispo le
pregunta:
—¿Tú qué opinas sobre
lo que acabo de pensar? Si la voluntad de Dios me pone en el camino de la
sucesión de Pedro… ¿debo aceptar esa distinción y esa responsabilidad?
La paloma vuela
entonces hasta la fuente cercana. Bebe agua y levanta el vuelo otra vez hasta
colocarse de nuevo cerca del obispo.
—No dices nada. Sigues
a mi lado con la complicidad de dos seres un tanto etéreos en su forma de
dialogar. Das vueltas alrededor del mí y callas. Intuyo en tu silencio que debo
dejar que los hechos sucedan sin que participe en su fragua o condicione el
resultado. Intuyo que eso es lo que quieres que haga y que estoy en lo cierto
al considerar la voluntad de Dios.
La paloma se limita a
picotear el suelo y mover el cuello alternativamente de izquierda a derecha.
—Las cosas deberían ser
más sencillas. La vida debería resultar una concatenación de situaciones que se
fuesen resolviendo por sí solas.
Justiniano recuerda
cómo era su vida en la aldea de la Toscana donde vivía con su familia. Era hijo
de un panadero que soñaba con que su hijo fuese un gran hombre de negocios. Un
capitalista. Un gran capo. Cada vez que su padre le sorprendía curioseando las
flores del campo se llevaba una dura reprimenda. Entonces acudía al consuelo de
su madre. Y bajo su tutela refugiaba sus flaquezas y sus debilidades, también
sus miedos. La madre era una mujer muy devota. Todos los días iba a misa y era
gran amiga de cura párroco.
Habían transcurrido
pocos años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y los efectos de la
ideología fascista perduraban en las zonas rurales de Italia. Mussolini había
creado escuela. Además los tentáculos de la Cosa
Nostra llegaban a la Toscana con la misma facilidad que a Milán o
Florencia. Durante la juventud de Justiniano, en la época más compleja y mísera
de los años cincuenta, la situación de la economía de su familia atravesó una
situación delicada a consecuencia de disputas entre dos facciones que querían
controlar la exigua economía local. Tuvieron que alinearse en una de las
facciones. Las atrocidades se sucedían sin cesar. Los asesinatos quedaban sin
resolver y los escarmientos para quienes no se plegaban a las órdenes de la
facción dominante eran terribles. Recuerda cómo a Giuseppe, el carpintero, le
llevaron arrastrando por toda la calle con un cartel atado a la espalda que
decía: si mañana no he pagado, me ofrezco como puta a Don Chimo. La madre de Justiniano
empezó a temer por la vida del muchacho, ya que no confiaba en el carácter de
su hijo, y comenzó a hablarle, siempre que había ocasión, de las bondades de la
vida religiosa.
Una tarde llegaron a
oídos de Don Chimo que un joven había podido ver cómo le daban pasaporte a un
pistolero de la familia rival. Sus hombres le dijeron que habían visto cerca
del lugar al hijo del panadero, olisqueando flores, como siempre. Don Chimo
ordenó que le hiciesen una visita al chico para ver si había visto algo, y que
le aconsejaran la conveniencia para su salud de que olvidase cualquier cosa que
pasara por su cabeza.
Los secuaces del capo
fueron directamente a su casa. No estaba el panadero pero sí su mujer, quien
les recibió vestida de mantilla y con el misal en la mano. Cuando los mafiosos
preguntaron por su hijo, a la mujer le comenzaron a temblar las piernas.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Señora. Solo
queremos darle un consejo. El otro día estaba en el campo, cerca del pozo, y no
queremos que pueda sucederle algún accidente. Que al distraerse mirando… cualquier
cosa… pueda caerse y hacerse daño. Entiende señora. ¿Podemos verle?
—No sé dónde está. Pero
no duden ustedes de que yo misma le daré el recado. Pierdan cuidado.
Cuando los esbirros de
Don Chimo se marcharon, a la madre de Justiniano le faltaron piernas para
correr en su búsqueda, e ir con él a ver al párroco. Por el camino ambos
hablaron de lo sucedido y convinieron que Justiniano iría a Roma para
internarse en un seminario y desaparecer temporalmente del pueblo.
De esta forma comenzó
su vida religiosa, obligado por las circunstancias. No pudo dedicar su futuro a
la contemplación de las flores y al cuidado de las plantas. Por la cabeza de
Justiniano pasa ahora una idea descabellada: la posibilidad de que todos los
seres humanos, por el solo hecho de nacer, pudiesen disfrutar de los derechos
fundamentales reconocidos internacionalmente. Y sobre todo del derecho a ser lo
que cada uno quiera en la vida. Sabe que es pura utopía. Pero cree que en caso
de ser posible todo sería diferente para el futuro de la humanidad.
La tarde se demora en
su irrefrenable búsqueda de la noche. La paloma sigue contemplando el rostro
pensativo de Justiniano. Parece adivinar lo que pasa por su mente. Es la
tristeza de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial que tuvieron que vivir
sus padres. Y son los largos veranos de estudio en el seminario, años
impregnados por la sustancia de la metafísica, de la ética, de la historia, que
fueron macerando sus carnes lejos de su pueblo.
Recuerda las cartas que
recibía de su madre en las que le hablaba de la codicia de los vecinos y de la
desgracia de su familia. En una de ellas le contó que había visitado el pueblo
un señor que se había hecho pasar por intermediario de la banca Vaticana y que
tras confiar en él, en sus promesas de alta rentabilidad para su dinero, en sus
proyectos para salir de la pobreza y en sus cálculos demostrativos que
aseguraban unos rendimientos maravillosos que podrían destinar para su vejez,
le habían dado los pocos ahorros de que disponían. Aquel hombre desapareció
días después con el dinero de muchas familias. Nunca se supo nada de su
paradero. La madre le contaba en otra carta que se quedaron en la miseria más
absoluta, puesto que incluso le dieron dinero que estaba destinado a los
impuestos comerciales de la mafia. Su padre no pudo hacer frente a las deudas
con Don Chimo y se suicidó. Cuando leyó aquella noticia lloró amargamente y
maldijo la suerte de su padre. La madre le seguía contando que después de la
ruina, puesto que tuvo que escriturar su casa y el horno a Don Chimo, pudo
refugiarse en la iglesia como ayudante del cura. Ahora la acusaban de mantener
amores prohibidos con el sacerdote y tenía que marcharse del pueblo.
Justiniano dejo caer
una lágrima que rodó lentamente a través de su mejilla hasta caer al suelo
cerca de donde estaba la paloma. El ave se acercó hasta él y frotó sus plumas
en el pantalón. El obispo recompuso la expresión de sus facciones y volvió
hasta el banco para sentarse de nuevo. Dejó que sus ojos se fijaran en las
personas que pasaban por la calle. Intentó pensar cómo habrían sido sus vidas.
Él, a pesar de todo, no se arrepentía de haber dedicado la mayoría de sus
sesenta y seis años a la Iglesia. Desde su responsabilidad había seguido la
evolución de la sociedad durante los años.
Ahora esa visión se
llenaba de deseos. Le gustaría ver que la sociedad global no es el resultado de
un constante marketing agresivo de las multinacionales, ni que todos los
pueblos son el objetivo prioritario de una política de desarrollo que se ampara
en el provecho de los que más tienen. También le gustaría que la explotación de
los recursos de la naturaleza o de los productos y mercancías que se generan,
no estuviesen por encima del bien común y del objetivo de erradicar la pobreza,
el hambre y la miseria del mundo.
—Amiga paloma, la
riqueza está siempre bajo la óptica de un egoísmo ciego y depredador. Me
gustaría creer que cuando la necesidad buscase auxilio en cualquier hombre, este
no dejase las manos dentro de los bolsillos, ni el teléfono descolgado.
La paloma vuelve a
saltar, mueve las alas y zurea con elocuencia. Justiniano vuelve a inclinarse y
le sigue hablando.
—¿Crees que estoy un
poco chiflado? No. No te rías. No te lo tomes a broma. La utopía no es imposible.
Te lo digo en serio.
El nuevo gesto de
acercamiento de Justiniano pone en guardia a la paloma que alza el vuelo y se
posa a unos metros del obispo. Desde el interior de un parterre, junto a un
rosal de pequeñas flores amarillas, mira a Justiniano con cierta indiferencia.
El religioso interpreta en ese gesto que el ave intenta mostrarle la flor
postrera, fuera de temporada, que engalana el tallo espinoso del rosal.
—Palomita. Querida
hermana de este viejo. No sé si sabes que en esta calle, los rosales,
recientemente trasplantados para la decoración de los espacios interiores que
los parterres separan del resto de la calzada, ofrecen al paseante sus últimas
flores antes de que el otoño marchite los pétalos y deshoje las ramas. Los
transeúntes pasan junto a los rosales sin tener constancia de lo efímero de su
tiempo, de su corta existencia, de que su belleza desaparecerá con la primera
helada.
El ave no se inmutó
ante las palabras de Justiniano.
—Esas rosas son
preciosas. Poseen toda la carga melancólica del paso del tiempo y el peso de la
fugacidad de la vida. Pero, ya ves. Hoy no queda tiempo para el romanticismo. ¡Qué
tristeza!
Justiniano se levanta
del banco. Avanza unos pasos y se dirige hacia donde está la paloma.
—Se nos olvida una de
las cosas esenciales de la vida: la contemplación de la belleza que nos procura
la naturaleza. No nos acordamos de cultivar el sentido más cercano a la esencia
del hombre: la sensibilidad. Y sin embargo, sí se potencian otras facetas del
hombre más primitivas y destructoras. ¿Tú sabes a qué me refiero, verdad?
En ese instante,
Justiniano tiene un presentimiento. Ata los cabos que han quedado a merced del
azar en su cabeza y resuelve el enigma de la extraña actitud de la paloma. De
repente sonríe con una expresión de enorme paz y exclama con euforia.
—¡Ya lo entiendo! Tú
eres más que una paloma. Tú eres la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo.
¡Dios mío!
La paloma,
incomprensiblemente, alza el vuelo y se posa sobre su hombro. Justiniano apenes
se atreve a moverse.
—Tú eres la sabiduría.
¡Cómo no pude verlo antes! Perdóname. Soy un pobre hombre. Un pobre siervo de
Dios. Un pobre mortal que arrastra su miseria por las calles.
Justiniano entra
momentáneamente en un estado de turbación. Es una mezcla de exaltación mística,
de trance visionario y de sublimación de las ideas de máxima humildad. Aunque
comienza a hacer un poco de frío, por su frente caen unas gruesas gotas de
sudor. En esas gotas se compendian todas las fases por las que ha pasado su
religiosidad. Le tiembla la voz y el alma. Casi no articula las palabras. No
sin esfuerzo acierta a suplicar a la paloma.
—Te pido perdón, con
toda la humildad de que soy capaz, por mis osados pensamientos. Quién soy yo
para poder opinar sobre la vida, la sociedad, la fe, la felicidad… No soy más
que cualquier otra persona de las que me encuentro frente a frente cada día.
La paloma salta de su
hombro hasta el banco.
—Yo no soy mejor que
todos los hombres que conozco, ni que los que no quise reconocer aunque
estuviesen a mi lado, ni que los que no pude comprender. Ni siquiera soy mejor
que los que mi memoria se encargó de entregar al fuego fatuo del olvido. Solo
soy un pecador. Un pecador con algo de conciencia.
El obispo comprende que
la paloma hace bien en recordarle quién es y que pertenece a la Congregación para la doctrina de la fe,
que es secretario de la misma. La Congregación es heredera de la Inquisición,
bien lo sabe. Con todo lo que de San Benito tiene. Sabe que bajo el nombre de
la antigua institución se cometieron cientos de injusticias a lo largo de los
siglos. Pero hoy no es así.
Al ser miembro de la
Congregación, Justiniano tiene la obligación de oponerse a todo lo que atente
contra la nota doctrinal del Vaticano, y a la vez, difundir la línea espiritual
que emana de la Santa Sede. Es un trabajo que le obliga a mantener una actitud
de realismo ético. Ha de ver los hechos bajo el prisma, siempre verdadero, de
la moral cristiana. Y pedir que le guíe la conciencia ante orientaciones
dispersas o demasiado ambiguas, posiciones discutibles y subjetivismos
culturales o políticos. Debe permanecer siempre fiel a la doctrina ante
cuestiones como el aborto, el uso de anticonceptivos, el matrimonio homosexual,
el celibato. Y ha de estar muy atento a las posibles influencias en los fieles
de cuestiones poco cercanas a la fe o consideradas decadentes, desde la razón
cristiana, como la eutanasia.
El obispo se
tranquiliza. Se siente reconfortado. Interpreta los movimientos de la paloma
como expresiones de conformidad con sus pensamientos y sus actitudes. Cree por
unos instantes que es un iluminado, un buen alumno de las enseñanzas que
dimanan de la paloma. Y un estado de euforia comienza a recorrer todo su
organismo haciendo que su lengua tenga mayor fluidez.
—Escucha paloma. Los
hombres por naturaleza, reivindicamos nuestras preferencias morales. Intentamos
vincular esos conceptos a un marco religioso o ético. Cada uno quiere su propia
religión hecha a la medida de sus deseos y de sus miedos, o para dar
explicación a lo no entendible. Eso no es sano. Si cada hombre hace lo que
desea en la vida no es posible la salvación. Hoy prevalece la pluralidad y los
intentos de desviar la atención sobre el principio de la fe. Y fe no hay más
que una. Se cree o no se cree. ¿Verdad, paloma?
Justiniano considera
por unos momentos sus fundamentos religiosos. Los considera medianamente
sólidos. Pero también se interroga sobre si es consecuente con las normas que
mandan ayudar al prójimo, ejercer la caridad, mantener siempre una actitud
bondadosa y frecuentar el cultivo del espíritu. Y termina preguntando a la
paloma.
—¿Realmente comulgo con
lo que defiendo? ¿O son otros quienes con menos parafernalia dan lo que
predico? ¿Tienes tú la respuesta?
La paloma vuela desde
el banco hasta una farola cercana. Las sombras de la noche comienzan a ser
visibles. La farola ofrece una luz melancólica, casi mágica. La paloma siente
la necesidad de buscar un lugar adecuado para pasar la noche. Sacude con fuerza
sus alas y alza el vuelo. Justiniano la ve desaparecer tras los edificios. Se
ha quedado con la duda que le trajo hasta este lugar: qué haría si fuese
ordenado cardenal, merece el nombramiento. No se lo ha preguntado a la paloma.
Busca la respuesta dentro de él.
Tras un breve
paréntesis en el que intenta recomponer su figura egregia, vuelve a la rutina
de su paseo. Da media vuelta y emprende el camino de regreso. Nuevas figuras
humanas se van cruzando con su imagen de anciano reflexivo. Cada uno sigue su
camino. Observa que nadie se detiene para besarle la mano. Camina con su
impostura a cuestas, una derrota que no pesa. En sus ojos se refleja una
tristeza profunda. La libertad de la existencia es solo un cuento bajo la luna.
Antígona fue presa de sus convicciones y pagó con su vida. Él ha sido víctima
de las circunstancias, de su pasado, y ahora solo espera la inercia de una mano
tendida que le salve de la soledad. Entonces comprende que su rostro es el de
la paloma que ha estado junto a él toda la tarde, ese ave que se ha alejado
entre luces rosadas hacia una oscuridad desconocida.
El anciano obispo
piensa que quizá aún no sea tarde para encontrarse definitivamente consigo
mismo. Cuando llegue a su despacho tal vez se plantee renunciar a todo,
abandonar la sede Vaticana y marcharse a una misión en África, el gran continente
olvidado. Y allí ayudar a quien le escuche y quiera aprender a no oponerse a
los designios de su naturaleza.
RELATOS
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
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