ISLA
PERDIGUERA
El
azul del verano tiñe el cielo
del
color de las aguas que rodean la isla.
Caminamos
por el relieve
de
un montículo enhiesto
en
el centro del Mar Menor
como
un penacho de tierra salvaje
que
reta al viento y al agua.
Cerca
del pasadizo
que
une los dos extremos
de
la isla Perdiguera,
entre
rocas desnudas,
tentamos
a la suerte
para
que nadie nos descubra.
Nuestras
manos cosechan con dulzura
las
flores de romero
de
los campos dorados
en
que se han convertido nuestras pieles.
El
trino de las aves
acompaña
el sonido
de
un concierto vocal entre las rocas.
Las
gaviotas nos miran desde el aire,
mientras,
somos naturaleza
en
puro movimiento.
Ya
no nos preocupa que las aves
envidien
las tonalidades
de
nuestras pieles,
ni
el reflejo irisado de la luz
que
nutre nuestros corazones.
Pero
nos inquieta el momento
en
que no controlemos los impulsos.
Nos
escondemos en el interior
del
túnel que lacera la montaña
para
que el sol no pueda detenernos,
ni
pueda disuadirnos
de
perpetrar una nueva osadía.
Allí
perseveramos
en
el intento de licuar la tierra
sobre
la que se funden nuestros cuerpos
como
la espuma de las olas
en
la arena del mundo.
Y
la humedad nos recompensa
con
un nuevo color para las aguas.
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
No hay comentarios:
Publicar un comentario