jueves, 28 de noviembre de 2013

PLIEGO DE DESCARGO



PLIEGO DE DESCARGO


Yo no quería matarlo. De verdad se lo digo, señor juez. Escúcheme. Desde que ese individuo fue condenado, desde aquel día en que lo sacaron del juzgado con las esposas en las muñecas y lo llevaron a prisión, yo no lo había visto. Y de eso hace ya 18 años. Pero cuando el otro día, a la hora de la comida, lo vi en televisión saliendo de la cárcel, tan tranquilo, tan contento, como si no hubiese sucedido nada de lo que tuviese que avergonzarse, me dije: tengo que hablar con él.

Lo que le voy a contar no es una escusa, se lo digo con franqueza señor juez. Yo tenía que saber qué sintió al hacerlo, tenía que saber por qué le robó la vida a mi niña, a mi inocente pajarillo, por qué la apartó de mí antes de que fuese una mujer.

Desde entonces yo no he vivido. La primera mitad de mi vida fue lucha, esfuerzo y felicidad. Pero desde que me la arrebató como un cuervo negro, mis días y mis noches han sido de ese color. Los he pasado sufriendo sin cesar, preguntándome entre lágrimas cómo sería su mirada y su sonrisa cada cumpleaños en que mi casa ha estado vacía; volviéndome loca por no recordar el tacto de su piel ni la esencia del perfume almendrado de su pelo; imaginándome entre sollozos las notas del colegio que nunca tuvo, o los juegos infantiles con sus amiguitas; tejiendo entre suspiros su primer traje de noche para cuando fuese una mujer. Nunca podré enseñarle los secretos de la vida, ni arroparla cuando regrese de su primera cita. Ni conoceré a mi yerno. Ni besaré a los nietos que nunca jamás tendré. Tantas cosas...

Yo no quería matarlo, pero tenía que hablar con él. Ya se lo he dicho señor juez. Así que me vestí con mis mejores galas, tomé unos recuerdos de la habitación de mi niña, los metí en el bolso y salí a la calle.

Primero fui al cementerio. Le puse unas flores a mi marido y un ramito de margaritas silvestres a la cruz con el nombre de mi muñequita, la que puse junto a la tumba de mi esposo para recordar juntos a los dos soles de mi vida. Recé lo que supe, allí, mirando al cielo, porque ni siquiera tengo unos restos de su cuerpo a los que poder rezar. Ese individuo me los negó al quemar su cadáver no se sabe dónde. ¡Pobre niña! ¡Qué bonita estaría hoy! ¡Cómo brillarían sus ojos después de...!

No quiero ni imaginarme el dolor que sintió, la incomprensión, el asombro...¡Lástima de mi niña!...Y fui a buscarle.

Por un amigo al que había llamado antes de salir de casa, supe que se había instalado en un albergue de Carabanchel y que estaría allí al menos tres días. Durante el camino me encomendé a todos los Santos. Les pedí que me otorgasen claridad de juicio y mucha paciencia para controlar mis reacciones. Tenía que ir. Ya le he dicho, señor juez, tenía que hablar con él. Lo sentenciaron a 30 años y para cuando saliera, si salía, yo ya estaría muerta. Pero esta nueva disposición, que viene de no sé qué parte de Europa, no la comprendo. ¿Por qué le dejan libre? Yo creo en la justicia, pero...

Me dijeron que nunca se arrepintió, que no tenía conciencia de haber hecho nada malo. No lo entiendo. ¿Cómo es posible en un ser humano?...

Cuando llegué al albergue pregunté por él. Dije que era su abogada. Me indicaron que estaba en la última planta del edificio. Subí las escaleras. Llamé a la puerta. Cuando abrió, y lo tuve frente a mí, le miré con la fuerza de dieciocho años de agonía. No sé qué creyó. Se lanzó hacia mí como un poseso. Me sorprendió y me hice hacia un lado. Él resbaló, se dio de costado contra la barandilla, y cayó por el hueco de la escalera...

Se lo juro, señor juez. Ésa es la pura verdad. Yo iba a enseñarle la foto de mi hija, una foto que nos hicimos un día antes de que la secuestrara, iba a enseñársela y a preguntarle por qué...

Ésta es la foto. Mírela señor juez. ¡Qué guapas estamos! Sus ojos dicen: te quiero mamá...Mírela señor juez. Y dígame si ve lo mismo que yo...Sonríe como si supiese que ahora es cuando se ha hecho justicia.




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