UN CUENTO PARA IRENE
Malena vivía en Utopía,
un lejano planeta metálico, perdido en el cielo. Era una niña preciosa, de ojos
muy vivos y cabello azafranado, que siempre estaba mirando hacia las estrellas.
Su sueño era volar, viajar hasta la Tierra, un pequeño planeta que había
conocido en las páginas de las miles de enciclopedias de su colegio. La
curiosidad le había hecho seguir investigando sobre las maravillas que había
leído y que sus profesores le habían confirmado. Por eso, cada noche antes de dormir,
deseaba que le creciesen alas para surcar el espacio.
La princesa de Utopía
soñaba a veces con tener unas enormes alas de color plateado, suaves y
flexibles como el algodón, que le permitiesen moverse a su antojo. Cuando
despertaba iba corriendo hasta el espejo de su cuarto, se miraba con la
esperanza de ver asomar por encima de sus hombros las puntas de esas alas
milagrosas que la llevarían a través de las nubes hasta el lejano planeta
Tierra. Pero nunca aparecían.
Cada mañana en el
colegio iba a la biblioteca y consultaba todos los libros que hablaban del
universo, las nebulosas, los astros, los caminos del cielo… Siempre se detenía
en los textos que se centraban en un pequeño planeta azul del sistema solar.
Los libros decían que en él vivían los humanos, unos seres que tenían la suerte
de habitar un lugar lleno de animales, de plantas, donde la vida era muy
variada y la naturaleza era guardián del orden. Aquello era tan extraordinario,
tan diferente al mundo en el que vivía Malena, un planeta en el que no había ni
animales ni plantas, un mundo artificial, frío y aislado, en el que los seres
adultos se aburrían mucho. —Qué bonito sería poder tener alas y volar hasta la
Tierra para conocer de cerca todas esas maravillas— se dijo una vez más Malena,
mientras cerraba sus ojos de miel y dejaba que la ilusión llenase de nuevo su
corazón.
Pasaron varias lunas de
cobalto sobre el cielo de su planeta y una noche sucedió algo extraordinario. Mientras
dormía, Malena soñó que otra niña también soñaba con viajar hacia las
estrellas. La niña se llamaba Irene, era del planeta Tierra y quería ser su
amiga. Aquella noche se conocieron gracias a la magia de los sueños y
comenzaron a jugar con las luces del firmamento, las nubes de caramelo y los
dibujos que pintaban en el aire.
El tiempo parecía no
existir mientras surcaban el espacio, se detenían en un cometa, saltaban a la
comba con los rayos estelares o se escondían tras los anillos de un satélite
para asaltar cestos de golosinas. Reían y corrían por los campos de un planeta
de gelatina. Se pintaban las caras con purpurinas para imitar a las estrellas e
iban de sorpresa en sorpresa mientras rebuscaban en un viejo baúl donde los
duendes de la noche guardaban sus mejores galas. Todo era tan fantástico. Por
todas partes aparecían seres multiformes que las invitaban a seguir jugando por
senderos de vegetación amarilla y prados donde pastaban ovejas de lana rosa.
Eran muy felices,
pero…
Aquel sueño fue
interceptado por un Troler que permanecía vigilante en su plataforma de cristal
negro, dentro de un platillo aparcado en un cruce de rutas estelares. El Troler
estaba recostado en una tumbona y vigilaba con un ojo las pantallas de sus
ordenadores, y con el otro, estaba atento a las pulgas que se escondían entre
sus pieles de monstruo sucio y maloliente, para cazarlas y guardarlas en una
caja. La mitología del espacio infinito decía de ellos que eran seres malignos,
piratas del cosmos que robaban las palabras, devoraban las ilusiones y cortaban
las alas a quienes quisiesen volar sin su consentimiento. De repente sonó una
sirena de alarma y el Troler apareció de forma súbita en los sueños de Malena y
de Irene. Las dos niñas se despertaron muy asustadas, una en su lecho de Utopía
y la otra en su cama de la Tierra.
Durante el día
siguiente, Malena no dejó de recordar lo bien que se lo había pasado jugando
con Irene, quería volver a verla. Pero aquel monstruo se lo impedía. Se armó de
valor y preguntó a su maestra cómo podía burlar al Troler mientras dormía.
También hizo la misma pregunta a todos los sabios del planeta Utopía. Le
dijeron que nadie lo había conseguido, que los Trolers impedían salir del
planeta. Una vez que detectaban a un soñador no había ninguna forma de librarse
de ellos. Y Malena entristeció mucho, porque eso también significaba que no
podría volver a encontrase con Irene.
Mientras tanto, en la
Tierra, Irene había pasado la mañana inventando un truco para espantar sus
miedos y enfrentarse al monstruo que había aparecido la noche anterior en sus
sueños. Y creía tener el remedio. Se trataba de una caja de espejos de seis
paredes que formaban un cubo y que, en uno de sus vértices, poseía un orificio
para poder asomarse a su interior. Estaba deseando dormirse para ponerlo en
práctica, ver si realmente funcionaba, atrapar al Troler, volver a soñar y reencontrarse
con Malena.
Las cosas sucedieron en
poco tiempo. Después de cenar, asearse, lavarse los dientes, ponerse el pijama
y desear que todo el mundo fuese feliz y tuviese derecho a soñar, las dos niñas
se fueron a la cama. Los astros se confabularon para que lo improbable pudiese
ocurrir, las hadas abandonaron sus cuentos y surcaron el firmamento, el reino
de la fantasía se adueñó de las paredes del cielo. Todo estaba previsto, menos
la actitud del Troler. Y ésa era la inquietud que rondaba por la mente de Irene
cuando entornó los ojos y se acurrucó en su cama.
Aquella noche, cuando a
millones de años luz de distancia, las dos niñas comenzaron a dormirse y los
sueños aparecieron en sus mentes, el Troler se asomó por el orificio de la caja
que Irene proyectaba en su sueño. Nunca había visto nada semejante en ningún
sueño de los habitantes de Utopía. Y la curiosidad hizo lo demás. El Troler vio
su propia imagen reflejada y multiplicada por las paredes de la caja y quedó
fascinado. Pasó su cuerpo por el orificio con mil esfuerzos y se adentró en la
caja con la intención de tocar su imagen. Pero cada vez que se acercaba, la
imagen cambiaba de lugar y no podía atraparla. Así siguió durante toda la
noche, de espejo en espejo, y se olvidó de las niñas.
La suerte estaba de su
lado. Irene y Malena se encontraron de nuevo. Jugaron a mil cosas, dejaron que
los sueños las llevaran de travesura en travesura, se divirtieron como nunca.
Hicieron de la fantasía su aliada. Y establecieron una alianza que les
permitiera realizar cada noche sus sueños.
Malena vio cómo le
crecían las alas y viajó hasta la Tierra para disfrutar de los bosques, del
mar, de los paisajes más bellos que jamás había visto. Surcó el cielo admirando
cada uno de los rincones que Irene le fue mostrando con orgullo. Ambas se
detuvieron un instante junto a los pinos de la Sierra del Caño y contemplaron
el valle del Guadalentín y la milenaria ciudad de Lorca. Allá abajo, nadie
conocía su secreto, y eso les divertía mucho.
Irene también viajó de
la mano de Malena hasta la enorme biblioteca del planeta metálico. En Utopía pudo
leer millones de cuentos y escogió los más divertidos para tenerlos cerca de
ella, junto a su cama, cuando regresase a la Tierra. Fue una aventura
maravillosa. Nunca había imaginado que existiesen tantas historias, tantas
aventuras, tanto misterio, tanta alegría y tantos sueños escritos, como los que
habitaban en las páginas ambarinas de aquella biblioteca estelar.
Con la llegada del
nuevo día, las dos niñas se despidieron hasta la noche siguiente, ya no les
molestaría nunca más el Troler, que en un lejanísimo rincón del universo seguía
persiguiendo su imagen de espejo en espejo, intentando devorarla igual que a
una ilusión.
En Utopía, Malena se
miraba en su tocador, peinaba las dos alas de algodón plateado que crecían de
su espalda y era muy feliz porque había aprendido a volar con su amiga Irene.
Estaba deseando contarle a los sabios del planeta cómo había engañado al Troler
con la ayuda de una niña que creía que los sueños se cumplen si se sueñan en
compañía. Pero lo más maravilloso había sido que en su viaje para jugar con
Irene, había aprendido a luchar para hacer realidad los sueños, por
inalcanzables que pudiesen parecer.
Y en la Tierra, Irene
sonreía sentada en su nueva silla, una silla especial que Malena le había
regalado en uno de los juegos que compartieron y que habían fabricado miles de
minúsculas luciérnagas. La pequeña Irene era muy feliz porque había hecho feliz
a una amiga que la comprendía y la amaba, una amiga inseparable, que vivía en
un lejano planeta, que estaba con ella todas las noches y con la que había
conocido la biblioteca más grande jamás visitada. Llevaba un nuevo cuento en
sus manos, un cuento para leer y seguir volando con la imaginación. El primer
párrafo decía que nada es imposible para un cuento de palabras hechas con alas
de cariño.
Mariano Valverde Ruiz ©
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