NÁUFRAGOS
DE LA NOCHE
Recuerdo
que bailábamos a oscuras
una
canción de Moustaki
entre
los restos de ánforas fenicias
que
salpicaban la arena
del
barro de los siglos.
Estábamos
borrachos de un verano
suicida
y malandrín
que
nos había abandonado al borde
de
una playa ibicenca.
Éramos
náufragos
entre
las aguas de la noche,
siluetas
compatibles
con
las gafas de Lennon,
prófugos
del trabajo
esperando
a que las estrellas
recogiesen
nuestra locura
con
sus dulces destellos.
Tumbamos
nuestros cuerpos en la arena
sin
conciencia de lo que hacíamos,
como
algas de un mar hippie
que
se posan en mantos de hierba
mirando
a las estrellas más distantes
para
alcanzar otros planetas
e
imaginar sus noches.
Las
manos frecuentaron las galaxias
al
extremo de nuestros dedos,
la
magia del contacto milagroso
con
las frutas de los astros,
las
pieles de manzana
y
las sábanas de rocío
que
recubrían nuestra singladura.
Dibujaron
en el aire
las
imágenes de otros que estuviesen haciendo
burbujas
con el tiempo
desde
un remoto planeta.
Todo
era nuevo
y
extrañamente conocido.
Nada
tenía nombre
ni
nos importaba su origen.
Tan
solo disfrutábamos
del
hecho de estar vivos.
Nadamos
por las nubes
hasta
que el alba nos durmió.
Después,
el
tiempo se alejó sin decir nada,
como
nota de música
que
se pierde en el aire
sin
retorno posible.
Sin
embargo,
algo
quedó debajo de las pieles,
una
esencia de la locura
que
nos hizo ser más conscientes
de
nuestra propia vida
y
de lo complicado que es poder razonarla.
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
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